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jon uriarte
Sábado, 15 de agosto 2015, 01:31
Era uno de esos días traidores que ni fu ni fa, ni frío ni calor. Y puestos a ser puñetero, llovía a ratos y a traición. De hecho lo hacía de lado, por un viento de origen indefinido cargado de mala leche. Y allí estaba. Calado hasta los huesos, con el paraguas mostrando las varillas como si viniera de una noche de farra. Costó que se plegara la puerta.Cedió al tercer empujón y a la quinta palabrota. Por fin estaba dentro. Descolgó el auricular. Funcionaba. Había que pasar al siguiente punto. Pero no era fácil. Las monedas se hacían las escurridizas al ser tocadas por las yemas arrugadas. Hasta que una, gorda y distraída, cedió a salir del bolsillo. Entró por la ranura con facilidad. La misma que tuvo para recorrer la caja y caer al depósito con boca donde acaban las monedas sobrantes. Así que el joven tuvo que volver a intentarlo. Primero secándola, luego frotándola contra una chapa. Y así, no pregunten por qué, el vil metal acaba por aceptar su destino. Entonces marca el número. Suena un tono. Dos tonos. Seis tonos. No contesta. La espera es desesperante. Y por fin, ella contesta.
-Hola, ¿llevas mucho tiempo llamando?- suelta, a modo saludo, sabiendo que es una pregunta estúpida. -¡No, que va, es que he visto una cabina y me he acordado- responde él, para no contarle que ha estado esperando media hora bajo la tormenta a que una señora con más ganas de hablar que un tertuliano terminara de hablar. -Que si vas mañana a fiestas del Puerto- añade él apresurado. -¡Uy, no, porque he estado hoy. Si me llegas a llamar esta mañana...Aunque si vas a...-. Y cuando ella va a decir el lugar que podría cambiar el destino de ambos, se corta la llamada. Busca entonces monedas como un naúfrago señales de la costa. Y las va metiendo a una ranura que nunca se sacia. Pero salen como entran. Fuera ha parado de llover. La humedad se torna vapor y el calor envuelve al joven. Él intenta abrir la puerta, pero la muy sibilina se cierra de golpe y casi le pilla dos dedos. Tras volver a correrla, apoya su pie en la parte baja, mientras vuelve a insertar las monedas. Suena un tono. Otro. Solo tiene un objetivo: lograr escuchar el final de la frase. Por fin alguien coge.
-Acaba de irse con mis padres a casa de mis tíos. Yo me he quedado porque el lunes tengo examen y estoy estudiando-. Es el hermano. No le conoce, pero lleva más tiempo al teléfono con él que el compartido con ella en un mes.-¿Y el número de casa de tus tíos?-. Para su sorpresa el chaval presa de la voz de pito adolescente acepta colaborar. -Pues espera...(tras un minuto que parece un siglo)...Es el 94...-. Por fin lo tiene. Solo le queda llamar. Introduce las últimas monedas. De nuevo un tono, otro...y otro. -¿Sí, digameeeee? -es un hombre. Quizá el tío. Puede que el abuelo, porque suena a voz cascada.-¿Esta Marta?-. No hay respuesta. O puede que sí. No lo sabe. Porque la maldita máquina se ha tragado todas las monedas de golpe. Rebusca en sus bolsillos, mientras grita entre las cuatro paredes de cristal. En el arrebato se le ha olvidado sostener la puerta y se ha cerrado con tanta violencia que le ha rasgado la chamarra por el hombro. Le da igual. Su cabeza solo piensa en una cosa. Monedas. No tiene ninguna. En el suelo divisa algo. Es una de aquellas fichas que utilizaban antes las cabinas. Pero ni está entera, ni le serviría de nada. Recuerda que en el bolsillo trasero tiene algo de dinero. Mierda, es un billete de cien pesetas. Tan inútil allí dentro como en un cráter de la Luna. Desesperado comienza a golpear la cabina. Primero con el teléfono. Después con sus propios puños. Y en esto, pasa un municipal.
Cinco horas más tarde llega a casa. Le acompaña su padre. Vienen de comisaria y tras pagar la multa por atentado contra un bien público y mobiliario urbano. Bueno en realidad no sabe si lo han definido así exactamente. Pero la multa era como si el mobiliario fuera de la casa de Isabel Preysler. Que se lo pregunten a su padre que lleva por cara una cazuela de morros. Está así desde que recibió la llamada de los municipales. Esa sí sonó bien. Esa no se cortó, la muy jodida. Desde ese día, el joven odió las cabinas. Jamás volvió a usarlas. Si él perdía al posible amor de su vida era por culpa de aquél sarcófago transparente. Y así pasaron los meses. Los años. Y las décadas. Entonces, una mañana leyó en el periódico una noticia que le hizo sonreír. Adiós a las cabinas. En un par de años desaparecerán. Si el titular era interesante, el resto aún más. Ahora la ley obliga a instalar un teléfono público por cada 3.000 habitantes. Pero en 2016 la retirada de esta norma puede hacer de las cabinas piezas de museo.
El joven dejó el periódico en la mesa, estiró las piernas y suspiró satisfecho. De no ser porque eran las diez de la mañana habría abierto una botella de champán. La venganza se sirve en plato frío. O en copa alta. Y no es el único que lo piensa. Muchos dirán que se lo merece. Tantos años jugando con nosotros tenía que tener un precio. O, al menos, un momento de caducidad. Ya ha llegado. La cabina, hogar del teléfono público y callejero está viviendo su propia cuenta atrás. Además, tampoco son como las inglesas. Vienen a ser un diseño tirando a invernadero para humanos. Y desde lo que le hicieron a José Luis López Vázquez nos caen aún más gordas. Por eso, el joven, que ya no lo es, coge su móvil entre las manos y decide llamar a alguien, a quien sea, para comentarlo. Por el placer de llamar, tirado en el sofá y sin cables ni monedas de por medio. Pero en ese instante el aparato se bloquea. Lo apaga. Nada, sigue igual. Lo enchufa, por si es cosa de la batería. Una hora después lo intenta de nuevo y nada. En ese momento dicen en la radio que no hay que dar por muertas a las viejas cabinas. Mira el móvil. Respira hondo y lo lanza contra la pared y grita -La madre que parió a Graham Bell-.
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