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laura caorsi
Lunes, 10 de agosto 2015, 01:36
Flavia Cuevas es modista y costurera. Vive en Bilbao desde hace años y tiene una tienda de arreglos y confección. «Abrí el negocio hace un año y comparto lonja con un zapatero. Él repara maletas, calzado, bolsos, paraguas y todo tipo de cueros y pieles, ... y yo me dedico a la ropa. Hay muchísimas prendas de calidad que llevan años en los armarios y que, con un retoque aquí y un ajuste allá, pueden tener una segunda vida», asegura. El día de la entrevista -un viernes por la tarde-, deja las agujas y el hilo a un lado para compartir su historia y sus proyectos inmediatos.
Ese día, más temprano, Flavia también estuvo cosiendo. Pero no para sus clientes, sino para un grupo de niños bolivianos que, como ella, ensayan a menudo bailes típicos de su país. «Nos juntamos para practicar bajo el puente de Rekalde porque el alquiler de un local es muy caro. El puente está bien; nos cobija cuando llueve», describe. «Somos una agrupación de tarijeños, del sur de Bolivia, así que tenemos influencias argentinas y chilenas. Eso se nota en la música folclórica, porque bailamos la cueca y la chacarera».
También bailan la kullawada, aunque sea tradicional de La Paz. «Es un baile andino muy importante de mi país». Representa la actividad textil, uno de sus principales símbolos es la rueca y ensalza la actividad de hilanderos y tejedores desde la época precolombina, cuando existía el imperio incaico. Estas características -además del colorido de los trajes y de que es bonita de ver- han hecho de esta danza la elegida para celebrar los 190 años de la independencia de Bolivia. Precisamente, los trajes que Flavia terminaba de coser esa mañana eran los de la kullawada.
«Desde hace tiempo, en Bilbao existe FEDEBOL, una federación que reúne a varias asociaciones de bolivianos -explica-. Esto nos permite unir esfuerzos para impulsar iniciativas conjuntas que, de otro modo, no podríamos desarrollar». La exhibición de kullawada -que se celebró el primer domingo de agosto- es un ejemplo de lo que dice Flavia. La danza, que conmemoraba el aniversario de la independencia de Bolivia, se celebró en simultáneo en más de treinta ciudades del mundo. «Eso exige coordinación, pero también compromiso».
«En general, la gente no tiene tiempo para estas iniciativas, o prefiere dedicarlo a otras cosas -indica-. Piensa que la vida de casi todos los inmigrantes consiste en trabajar lo máximo posible, para que el cambio de país merezca la pena. En los ratos libres, lo único que te apetece es descansar, no hacer nada, o estar con tu familia si la tienes aquí. Todas las manifestaciones culturales que se ven, tanto nuestras como de otros colectivos, son posibles porque hay gente dispuesta a dedicar su tiempo libre a difundir las costumbres más importantes de sus países», reflexiona.
Invertir en la alegría
Dedicar una mañana a coser, como es su caso, o un domingo a ensayar, o un día entre semana para hacer trámites y pedir permisos al Ayuntamiento, desvela que este tipo de proyectos colectivos son importantes para muchas personas. «Obviamente, si no creyéramos en esto, no dedicaríamos tantos esfuerzos, incluyendo los económicos -agrega-. Puedes tener una autorización municipal para bailar, siempre que no generes ganancias. No podemos vender nada, ni siquiera para cubrir los costes. Por lo tanto, todo lo que se ve, desde los trajes hasta la amplificación, sale de nuestros bolsillos».
Y sale «porque nos hace ilusión. Es bonito compartir con los demás las costumbres de la tierra de uno, reunirse con otras personas que han pasado por experiencias similares a las tuyas para mantener vivos los orígenes y hacer cosas creativas», explica. Y es que «historias de inmigrantes hay muchas y de todo tipo, más o menos afortunadas, pero en general se sufre mucho. Algo tan simple como bailar y mostrar el folklore te mantiene conectado, te da alegría... Créeme que muchas veces hace falta cuando te has ido tan lejos y estás solo».
Flavia es hoy una mujer independiente y emprendedora. Está felizmente casada y tiene tres hijos: los mayores, de 21 y 17 años, y el pequeño -al que describe como un «tanque de ternura»-, de 7. Su vida es hoy estable, y ella, feliz. Pero no siempre fue así. «De cuando llegué, hace once años, al día de hoy han cambiado muchísimas cosas. Me separé del padre de mis hijos y, tiempo después, conocí a quien es hoy mi marido. Fíjate que lo conocí en Barcelona, aunque él es de Bermejo, el mismo pueblo donde nací yo. Entre una etapa y otra lo pasé mal, pero di con gente muy valiosa en el camino: mujeres de aquí que me ayudaron a empoderarme, a levantar cabeza y avanzar. En Bilbao abrí mis ojos. Dejé atrás una mala relación y entendí que la vida era otra cosa. Es un cambio radical que duele, pero merece la pena. Hoy, soy otra».
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