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Sergio García
Miércoles, 29 de abril 2015, 00:31
Ho Chi Minh City, la antigua Saigón, es la capital financiera y comercial de Vietnam, un país de economía comunista con hábitos cada vez más occidentales y una capacidad de adaptación al medio puesta a prueba con desesperante cadencia. Contaba Graham Greene, el autor de ' ... El americano impasible', que lo primero que llama la atención de la ciudad es, por encima del calor sofocante, su olor; una mezcla de especias, humo y humanidad desbordante que golpea con rotundidad nada más bajar del avión. La novela estaba ambientada en los años 50, antes de la victoria de Dien Bien Phu sobre los franceses y la intervención norteamericana, con salones de baile donde se escuchaba a Edith Piaf y corresponsales atrincherados detrás de un Martini en la terraza del hotel Continental, a tiro de piedra del mercado de Ben Thanh, con el pescado chapoteando en baldes, serpientes pitón macerando en aguardiente y puestos de fideos humeantes. A ese universo electrizante y evocador se sobrepone desde hace años un tráfico infernal, donde la marea incesante de motocicletas recuerda al flujo sanguíneo de un corazón desbocado, los semáforos -salvo en las avenidas más céntricas- brillan por su ausencia y los tuk-tuks remolonean confiados en que su destino no lo dicte el camión que se les echa encima sino el mismo orden que rige el Universo.
Es fácil reconocer al recién llegado a Ho Chi Minh City. Basta con observar a esa gente que espera indecisa en la acera el momento oportuno de lanzarse a la carretera, en la creencia errónea de que un paso de cebra o la señal de stop es motivo suficiente para acreditar su derecho a cruzar. Sin señales verticales, sin guardias que regulen la circulación y, paradójicamente, sin apenas accidentes. Hasta que uno, llevado por la desesperación -"Mira a los conductores a la cara", aconseja un alma caritativa en la recepción del hotel-, hace una prueba de fe y descubre para su asombro cómo debía sentirse Moisés abriendo el Mar Rojo a su paso; la riada inmensa sorteándole con absoluta indiferencia.
Hay que reconocer que el adversario es temible. Las motocicletas son el medio de transporte por excelencia en una ciudad de 10 millones de habitantes, donde las autoridades calculan que la mitad de la población tiene una. Las horas punta -las siete de la mañana y las cinco de la tarde- adquieren tintes de pesadilla; una coreografía incesante que se mueve al ritmo de los tubos de escape y las bocinas, tocadas sin ton ni son e ignoradas por todos. Lo mismo grandes avenidas como Nguyen Hué, Le Loi o Dong Khoi convertidas en un cauce fragoroso por donde se desliza esa crecida sin fin; que rincones oscuros, con olor a fritanga y marañas de cables de la luz. El caos se extiende como una mancha de aceite, agrede los oídos y el olfato, empapa la camisa y se contagia a los nervios como el baile de San Vito.
Un enjambre a 40 por hora
El vietnamita entra en la dinámica de las dos ruedas mucho antes de cumplir los 18 años y sacarse el carné de conducir. Basta con echar un vistazo a esos 'xe may' -tipo 'scooter', por contraposición al 'xe mô tô', la de gran cilindrada- atestados de pasajeros y mercancías, como enjambres que avanzan por los carriles de la derecha. La mayoría sin caja de cambios, solo con acelerador y freno. Ni más ni menos. ¿Por qué la moto? El precio, el caos circulatorio, el estado de las carreteras, el límite de velocidad... No se puede superar los 40 km/hora, aunque la sensación que a uno le queda en el cuerpo al cambiar de acera es la de haberse zambullido en el vórtice de un huracán. El código de circulación establece un máximo de dos adultos a bordo, pero no dice nada de los menores de edad, lo que provoca imágenes delirantes, con familias de hasta cinco miembros haciendo crujir los amortiguadores; los ojos asomando entre el casco y las mascarillas para combatir la contaminación.
Y eso que las motos no son un producto precisamente accesible en un país con una renta per cápita apenas por encima de los 1.400 euros al año. Una normal, fabricada en el país, viene a salir por unos 650 euros, 400 si es de segunda mano. Los aranceles son un importante freno a los gustos occidentales; a los artículos de importación se les aplica un impuesto del 180%, de manera que una vespa discretita le sale al consumidor por 3.200 euros. Un buen pico para una población que se mueve todavía a golpe de plan quinquenal.
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