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Pedro Ontoso
Miércoles, 1 de abril 2015, 01:39
En diciembre de 1973 el cardenal Vicente Enrique Tarancón, artífice del desenganche de la Iglesia del franquismo puso fin al nacionalcatolicismo ofició todos los actos fúnebres en menmoria del almirante Carrero Blanco, asesinado por ETA en la Operación ogro. Pese a las amenazas y las ... advertencias del servicio secreto entonces CESED el arzobispo se empeñó y quiso dar la cara. Primero en la clínica, ante la viuda. Después, en la capilla ardiente en la sede de Presidencia del Gobierno. Más tarde, en el cementerio de El Pardo. Por fín, en el funeral en la basílica de San Francisco el Grande. Hubo insultos por parte de algún general y humillaciones por parte del algún ministro. Y muchos gritos por parte de la extrema derecha como Tarancón al paredón, Obispos rojos no o A Zamora (en alusión a la cárcel concordataria). Dos años después, en 1975, el cardenal del cambio pronunció en la ceremononia de coronación de Juan Carlos I su famosa homilía en la que abogaba por las libertades políticas. En aquellos episodios tan críticos y tan claves, de una Iglesia bajo palio a una Iglesia aconfesional, había una persona que era la sombra y la luz de Tarancón:_el padre José María Martín Patino, un jesuita singular e irrepetible.
Tarancón se fijó en él en 1965 y ya nunca le dejó. Martín Patino, muy inteligente y dotado para la negociación, tejió redes entre la derecha y la izquierda, entre las familias del régimen y los partidos de la oposición. Se reunió con Suárez, con Felipe González, con Joaquín Ruiz Jiménez y con Santiago Carrillo, antes y después de aquel Sábado Santo Rojo el 9 de abril de 1977 en el que el Partido Comunista fue legalizado. Estableció muchos contactos y manejaba mucha información. Siempre a las órdenes del cardenal, que estaba apoyado desde el Vaticano por el Papa Pablo VI, una figura clave en la Transición española, y no solo en lo que se refiere a la Iglesia.
Martín Patino era el factotum y lo mismo bajaba a la sala de máquinas de la Iglesia que subía al puente. Era muy influyente. Organizaba encuentros discretos con políticos e intelectuales, entre ellos reconocidos teólogos, en pisos privados, en El Escorial y en El Paular. El antiguo monasterio cartujo de la sierra madrileña fue uno de los más activos. Curiosamente, la abadía benedictina volvió a su actividad gracias a Franco, que vino encantado del ambiente de Montserrat. Fueron varios monjes del cenobio riojano de Valvanera quienes se hicieron cargo de El Paular, atacado por tropas republicanas durante la Guerra Civil, pero, también, rehabilitado por miembros ilustres de la Institución Libre de Enseñanza. De hecho, en este enclave de Rascafría existe un arboreto dedicado a Francisco Giner de los Ríos. Un hombre de acción, como Martín Patino. También organizaba reuniones en un convento de benedictinas. Siempre engrasando, siempre poniendo a las partes en la mesa del diálogo. Tenía mucha mano izquierda. De hecho, su herencia es la Fundación Encuentro, una organzación que toma el pulso a la sociedad española y elabora rigurosos informes sobre las materias más sensibles.
Un episodio fundamental en su biografía fue la coronación de Juan Carlos I en la iglesia de Los Jerónimos, prevista primero como un Te Deum. La misa fue preparada a conciencia. Controlando todos los detalles, como una gran realizador de lo que sería la ceremonia de la bienvenida de la democracia. La homilía era un asunto crucial. Participaron muchas manos. Tarancón redactó dos folios. El texto fue pulido y ampliado por un equipo en el que participaron monseñor Fernando Sebastián los sacerdotes Jesús Iribarren y Martín Descalzo, el comentarista político Luis Apostúa (del diario Ya) y Gabriel Cisneros, uno de los padres de la Constitución, que resultó herido en 1979 en un intento de secuestro por par te de ETA. Patino viajó a Barcelona con el último borrador para obtener la bendición del cardenal Jubany. Y luego a Sevilla, para lograr la del cardenal Bueno Monreal.
Aquella homilía decía cosas como ésta: "La Iglesia no patrocina ninguna forma ni ideología política, y si alguien utiliza su nombre para cubrir sus banderías, está usurpándolo manifiestamente. La Iglesia, en cambio, sí debe proyectar la palabra de Dios sobre la sociedad, especialmente cuando se trata de promover los derechos humanos, fortalecer las libertades justas...". ¡Casi nada para la época! O como cuando pedía abrir caminos para que «las estructuras jurídico-políticas ofrezcan a todos los ciudadanos la posibilidad de participar libre y activamente en la vida del país y en las medidas concretas de gobierno».
En la recepción posterior en el Palacio real, el Rey le confió a Martín Patino: "Os ha salido una homilía cojonuda". Por contra, Antonio Carro, ministro de Presidencia con Arias Navarro, le espetó: "Oye, ten cuidado con el cardenal, porque con menos argumentos hemos metido a muchos curas en la cárcel". Pero la suerte ya estaba echada.
Tarancón y Patino actuaron con libertad, con prudencia pero sin miedo. Cuando llegó Juan Pablo II, el Vaticano aceptó de inmediato la renuncia del cardenal, además de una manera un poco abrupta. El purpurado se encontraba pasando unos días de descanso en Villareal cuando le llamó el nuncio, entonces Tagliaferri, para que acudiera a Madrid porque tenía que comunicarle algo. En el trayecto se enteró por la radio de que Roma había aceptado su renuncia y que ya había nombrado sucesor. El cabreo fue monumental. Paró el coche, tomó un café y llamó al nuncio para decirle que como ya sabía lo que le iba a decir se volvía a su casa. "Este gesto no sentó nada bien a Juan Pablo II", recordaba recientemente su antiguo vicario-secretario, que luego puso en marcha la Fundación Encuentro. Ahora se necontraba finalizando su propia biografía sobre el cardenal que se titulaba Tarancón y la Iglesia de su tiempo.
Compañero de Arzallus
Una de sus facetas menos conocidas se refiere a su estancia en Alemania en la década de los cincuenta, en el seminario Sant Georgen, en Fráncfort, donde los jesuitas enviaban a sus jóvenes soldados a formarse en las corrientes teológicas más innovadoras. Allí se relacionó mucho con los inmigrantes españoles, a los que ayudaba a resolver problemas administrativos, al tiempo que les atendía en el desgarro que suponía aterrizar en un país extranjero tras abandonar sus pueblos. "Allí comencé a comprender lo que de verdad había sido la guerra. Toda aquella gente había salido de España por hambre", rememoraba hace cuatro años en un encuentro para EL CORREO con mi compañero Cesar Coca. Por cierto, cuando sus superiores le reclamaron en España, en 1961, le sucedió en esa tarea otro joven jesuita, Xabier Arzallus, líder más tarde del PNV después de salir de la orden en diciembre de 1970.
Martín Patino ha sido un hombre lúcido hasta el final de sus días. «Si España es laica no tiene que ponerse a las órdenes de la Iglesia», declaraba en una entrevista reciente publicada en La Opinión de A Coruña y firmada por Natalia Vaquero. "En 2005 se cumplieron cien años de la separación de la Iglesia y el Estado en Francia, algo que fue traumático en su momento, pero ya no lo es ahora", abundaba en otra entrevista realizada por César Coca.
A la hora de valorar el papel de la Iglesia en Cataluña y en el Pís Vasco, Martín Patino señalaba que los obispos "están haciendo esfuerzos enormes para no meterse en política. Ser pastor católico de un pueblo que quiere independizarse de España no es fácil. Hay que abordar esta situación con comprensión y sin partidismos", concedía. Sobre la cuestión del independentismo, el padre jesuíta sostenía que «no todas las autonomías son iguales» y que el jurista García de Enterría "no estuvo muy acertado al apostar por un modelo autonómico que diese café para todos" en la Constitución de 1978. Martín Patino trabajó a destajo con el cardenal Tarancón para implicar a todas las familias políticas en la redacción de la Carta Magna. En la entrevista a Coca, hace siete años, ya defendía la participación de la izquierda abertzale en el proceso para acabar con la violencia. "Estamos entrando en disquisiciones de orfebrería juridica que no entiendo", reflexionaba la mano izquierda de Tarancón, que siempre rechazó la acusación de que la Transición había sido víctima de la amnesia.
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