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Iñigo Muñoyerro
Martes, 10 de marzo 2015, 17:51
La trufa negra, la cotizada 'tuber melanosporum', se ha convertido en el producto invernal estrella de los encinares españoles. Hongo subterráneo de aroma intenso, indispensable en la alta cocina y de difícil localización en estado silvestre comenzó a ser cultivado hace tres décadas. Primero en ... las regiones donde ya brotaba de manera espontánea: Huesca, Teruel y Castellón, después en otras -Soria y Navarra- donde se dan las condiciones idóneas de arbolado -encinas y robles- y tierra calcárea de baja calidad para que prospere.
Pero todo es poco. España produce unas 40 toneladas de trufa negra al año (Francia cerca de 50), que no bastan para cubrir la demanda de un mercado nacional en expansión. Y también para la exportación. El 90% de las trufas españolas van a Francia y desde allí se distribuyen como 'trufa del Périgord'. Un caso similar al del aceite de oliva.
Esta es la razón por la que otras regiones se han ido sumado a la producción trufera. Una de las últimas es la Alcarria de Guadalajara, una comarca comprendida entre el Tajuña, las parameras de Molina y la serranía de Cuenca.
Un hongo de frío
Esta zona se ha sumado con fuerza a la producción del hongo que brota con fuerza con los grandes fríos, que en la zona oscilan entre los -7º de Brihuega y los -17º de Molina. Desde noviembre, aunque los mejores ejemplares se recogen entre finales de enero y mediados de marzo.
Han pasado quince años desde que unos emprendedores alcarreños comenzaron a plantar encinas micorrizadas -con esporas simbióticas en las raíces- entre Brihuega, Cifuentes y Sacedón. Ya son 44 socios con 140 hectáreas que van en aumento. En Molina hay 60 socios con una cantidad similar de terreno plantado de carrascas. Muy lejos de las 6.500 hectáreas de truferas que hay en la comarca de Gúdar Javalambre, en Teruel. Su capital es Sarrión, entre Valencia y Teruel, considerada el epicentro de la trufa española.
Las trufas no son una novedad en la Alcarria. Siempre han brotado silvestres y de hecho había paisanos que las buscaban por los encinares sin perro. Cuentan que cuando está madura una mosquita se posa sobre el punto exacto donde medra. Suena a cuento de vieja. El caso es que no se cultivaban y ahora sí.
Mil euros el kilo
Los terrenos convertidos en truferas fueron de cebada y avena, pero también de olivar y chopo. Apenas rendían unos pocos cientos de euros.
Ahora cada hectárea está ocupada por 280 pequeñas encinas -también hay algún roble- a razón de 6 euros el arbolito, que en algunos casos han llegado al periodo de máxima producción.
Una encina trufera empieza a 'parir' hongos a partir de los dos años -cuatro kilos por hectárea- hasta los 40 o más que brotan en las raíces de los árboles de más de diez años. La edad ideal dicen que son los 14. Entonces es cuando comienzan a rentar. Y mucho. El precio del kilo directamente del productor está entre los 450/600 euros y los 1.000, dependiendo del tamaño y la calidad. Cifras oficiosas, porque en el mundo trufero reina el secretismo.
Pero no todo son ganancias. Para llegar a estos 40 kilos ha sido necesaria una inversión que ronda los 80.000 euros por hectárea. Incluye la perforación de un pozo (hasta 300 m de profundidad) y la construcción de un depósito de agua -las trufas exigen cuatro riegos-; vallado de la finca para alejar a los corzos y los jabalíes y ahora, ante la proliferación de los robos, la instalación de un sistema de cámaras de seguridad.
El perro trufero
Es el artista encargado de 'cazar el rastro' de este hongo subterráneo, que nace enterrado en el terreno arcilloso. Entre los 10 y los 40 centímetros y a veces a varios metros del árbol.
En Italia, el can ideal es el 'lagotto romagnolo'. Un animal elegante especializado en la búsqueda de la trufa blanca (tuber magnatum) o de Alba. Es la más cara, con ejemplares que han llegado a los 98.000 euros en las subastas.
En la Alcarria el 'romagnolo' no gusta. Primero, porque es un animal muy caro y segundo, porque su pelaje no es adecuado a los terrenos embarrados españoles.
Un productor alcarreño cuenta que "valen todos los perros, de todas las razas y tamaños. Siempre que sean tranquilos". Él es propietario de un 'labrador' de cuatro años que le costó 2.000 euros en Zaragoza. Ahora lo podría vender por 12.000. Pero no le sale a cuenta, porque 'Jako', es su nombre, es el pilar del negocio. También tiene una perra joven de la misma raza, que está en fase de aprendizaje.
Los perros son un espectáculo. Llegan a la finca en ayunas y quedan sueltos. Para ellos comienza el juego. Lo primero que hacen es ventear el terreno. Cuando han cazado el rastro salen en estampida y comienzan a excavar junto a un plantón. Hacen el hoyo con la rapidez de un tejón. Pronto aparecen la trufa o las trufas. El perro se la comería, pero el recolector que le acompaña se la quita y le da un 'premio'. Un trozo de chorizo o de queso fuerte. Sopesa el hongo y si aún no está maduro lo entierra de nuevo. Y vuelta a empezar.
El perro campea durante tres horas máximo. Luego se descentra y busca rastros, pero ya de conejo o de perdiz. El botín de una buena mañana pueden rondar los cuatro kilos de trufas, que hay que clasificar por tamaños. Luego serán transportadas a Madrid, donde los restaurantes se las quitan de las manos. De hecho están ya vendidas de antemano.
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