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Nos fascina cómo han cambiado las ciudades a lo largo de las décadas y los siglos, pero también nos asombran esas cosas que permanecen, inmunes al vaivén de las costumbres y las modas. Si viajásemos al Bilbao de 1839, en las postrimerías de la Primera ... Guerra Carlista, podríamos entablar conversación con alguno de los 133 ilustres que en aquel momento daban forma a un plan ilusionante: querían fundar un club inspirado en aquellos otros que iban surgiendo en varios países de Europa, muy especialmente en Gran Bretaña. Y sabríamos perfectamente a qué se referían, porque el resultado de aquel proyecto suyo continúa aquí, en este Bilbao que parece otro pero en algunos sentidos sigue siendo el mismo: la Sociedad Bilbaína celebró ayer martes su 185 aniversario, con un acto institucional al que asistieron el alcalde de Bilbao, Juan Mari Aburto; la diputada de Promoción Económica, Ainara Basurko; la delegada del Gobierno en Euskadi, Marisol Garmendia, y más de doscientos representantes de distintos ámbitos.
De hecho, resulta curioso pensar que, si planteásemos el viaje temporal en sentido contrario, aquellos próceres del siglo XIX no se habrían sentido nada desubicados en la celebración de ayer, fiel a esa «esencia de amistad, educación, cultura y excelencia» que define a la Bilbaína, en palabras de su presidente, Juan Ignacio Goiria Ormazabal. Los fundadores habrían disfrutado, qué duda cabe, del aurresku que interpretó uno de los socios, el médico y txistulari Ricardo Franco, y también del concierto «de piezas muy a la moda de la época» a cargo de otro, el matemático y pianista Luca Fanelli: durante el vals de Chopin dio la sensación de que el tiempo se comprimía y la historia era un suspiro. Y seguro que habrían hecho los debidos honores al menú 'Tres Siglos' que elaboró el chef Carmelo Bengoechea, aunque algún plato hubiese podido sorprenderles. El acto incluyó además una conferencia de la historiadora María Jesús Cava Mesa, otra socia de la Bilbaína, que repasó logros y vicisitudes de estos 185 años, desde cuando la cuota mensual era de tres pesetas.
El alcalde felicitó a la entidad por su «larga historia ligada a la ciudad de Bilbao, con la que ha vivido y convivido en tiempos de luz y de sombras», y se refirió a la Sociedad Bilbaína como «fiel compañera de nuestra ciudad en su extraordinario proceso económico, social y urbanístico». Y, como siempre que se echa la vista atrás, se acabó hablando del futuro. Goiria Ormazabal apostó por seguir brindando «un espacio de encuentro y enriquecimiento donde la tradición y la modernidad se entrelacen» y tuvo una mención para el socio más longevo, José Ramón Marcoartu, de 100 años, y la más joven, María Landa, de 18.
Los dos estaban allí. «Mi padre ha sido socio siempre. Y su padre, Francisco, también lo era. Ha venido a la biblioteca, a conciertos, a todos los eventos, y siempre se le ha apreciado mucho aquí», explicaba uno de los hijos de José Ramón. «A mí me ha regalado el carné mi madre al cumplir los 18. Suelo venir a alguna conferencia, a comer con la familia y también a la biblioteca, que es una monada y muy buen sitio para estudiar», comentaba María, alumna de Psicología. Es cierto que los fundadores se habrían sentido ayer en su ambiente, pero la madre de María, una de las catorce primeras mujeres que se incorporaron a la sociedad hace nueve años, tiene claro qué les habría llamado la atención: «Les habríamos sorprendido nosotras».
Fue en mayo de 1839 cuando los fundadores se reunieron y designaron a la primera comisión directiva. Al año siguiente, los socios ya eran 240 y la cuota de entrada había subido de dos a cinco duros, aunque la cuota mensual, de tres pesetas, se mantuvo sin cambios durante cinco años, cuando se encareció a cuatro. A finales de 1843, ya con más de trescientos socios, se planteó la necesidad de trasladarse de sus instalaciones de entonces, en la Plaza Nueva, a locales más espaciosos. Esa fue la génesis de la sede actual de la calle Navarra, en unos terrenos que eran propiedad del Banco de Bilbao. De los trece proyectos que se presentaron al concurso para diseñar el nuevo edificio, se eligió el de Emiliano Amann, que solo tenía 27 años y se había graduado dos años antes. El inmueble, catalogado hoy como Bien de Interés Cultural con categoría de monumento, se inauguró a comienzos de 1913.
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