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Sorpresa. La enorme bandera que se eleva junto al Ayuntamiento de Bilbao tiene sonido. El viento la zarandea y ella suena. La ciudad lo descubre ahora que la alarma contra el coronavirus ha confinado a los ciudadanos en sus casas. Emergen los silencios de Bilbao, ... que hacen aún más evidente la presencia del miedo al contagio. Es un temor nuevo. La mayoría invisible permanece en sus hogares, pero hay algunos que se sienten inmunes y no renuncian a sus paseos, a su ruta en bicicleta, a su charla dominical con los colegas. La policía les recomienda regresar a los hogares. De momento, sólo con palabras y alguna multa esporádica. Hay un punto de irrealidad en este primer día de cuarentena. La sociedad ha recibido un golpe directo en su conciencia colectiva. Y aún no todos se han dado cuenta de la gravedad de la epidemia. Para atajarla, el silencio de la ciudad tendrá que ocuparlo todo.
Desde temprano, tres vehículos de la policía municipal taponan el acceso al monte Pagasarri. La mañana luce con ganas. Primaveral. Los agentes piden a los montañeros que den la vuelta. Unos lo hacen; otros se empeñan y siguen. «Por ahora, no ponemos multas. Al algunos les falta conciencia cívica», lamentan los policías. Tienen un consuelo: esta mañana ha venido mucha menos gente. «Otros domingos cortamos el acceso cuando el monte está ya lleno. Hoy no ha hecho falta», constatan. Abajo, Bilbao inicia un domingo callado. Todo se oye. Los pitidos de los semáforos, el ladrido de los perros, el taconeo de los zapatos. Los carraspeos. Y ahí, cuando alguien tose, los demás se giran. Miran de reojo.
Tener un perro es tener un excusa para salir. «Javi, que te van a meter en el talego», bromea desde el balcón un vecino que ha visto en la calle a un amigo. Va a por el periódico. El quiosco de la calle Ercilla tiene movimiento. El dueño atiende con guantes. Y con guantes acude algún cliente. «Dame lo habitual». El quiosquero le mete en una bolsa 'EL CORREO' y 'El País'. Hay otra persona esperando. «'EL CORREO' y -duda- el 'Marca'. Supongo que como no hay fútbol no traerá nada». Mira la portada y al final también se lo lleva. En crisis así, la prensa, además de informar, se convierte en un refugio contra el aburrimiento. Los días en casa van a ser largos. Como cómplices del silencio de la ciudad, los clientes se dirigen en voz baja al quiosquero.
Mientras, en el paseo de Abandoibarra, la gran postal del nuevo Bilbao, hay un goteo de paseantes y se ve algún que otro cicloturista. La presencia policial es evidente. «Por favor, es conveniente que todos vuelvan a casa», les insiste un agente con la ventanilla bajada. «Bueno, yo ya he dado mi paseo», contesta una señora como si ya tuviera la vacuna contra el virus. «Esto va acabar mal», lamenta el policía. Es un domingo vacío. La gente está acostumbrada a ver gente. Sin bares, sin nada abierto, salvo farmacias, quioscos, estancos y supermercados como el de la Alameda de Rekalde, frente al Club Deportivo.
Una empleada con mascarilla pide a los que hacen cola que guarden la distancia de seguridad. Y advierte: «No quedan productos de higiene, ni carne, ni pollo. Hay langostinos congelados y cosas así. Y algo de lejía». Un cartel lo deja claro: 'Aforo máximo, ocho personas'. Hay que comprar por turnos. «¡Separémonos un poco más!», protesta un joven. Metro y medio de distancia, lo que salta el virus. A los balcones se asoman vecinos que charlan como antes en los pueblos. No necesitan chillar. La ciudad les escucha callada.
Camino de la Catedral, Mario Iceta se apresura para dar una misa a puerta cerrada. El obispo de Bilbao le abre la sacristía al periodista. Se lava las manos con un gel antiséptico. «Hoy la comunión la daremos en la mano y no en la boca», avisa. Asisten sólo el diácono, el deán, dos monjas y la hermana de un cura fallecido. Están prohibidas las aglomeraciones. «Vivimos un tiempo extraordinario. Las autoridades nos piden que estamos en casa. Más allá del contacto físico, nos une una comunión espiritual que traspasa todas las fronteras. En estos momentos le pedimos al Señor que nos acompañe», oficia Iceta ante la cámara que retransmite la misa para TeleBilbao.
Por las calles circulan aún algún que otro ciudadano desentendido. En el estanco pegado a la estación de Abando, un joven no respeta la distancia de seguridad con la dependienta, que se lo recrimina. «Por favor, detrás de la raya, como los demás». El cliente, malhumorado, escupe hacia el mostrador. Un dosis de virus. Tiene que intervenir un guarda de seguridad. La ciudad, casi apagada en un domingo lleno de luz, comienza a adaptarse a la reclusión para ponerle un cortafuegos al virus. La mayoría de los vecinos forman ya parte de un silencio que aumenta. Y por la tarde ya era total. Ni un ruido en un Bilbao desierto.
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