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Son piezas que no parecen encajar del todo, como ese Tetris que deja huecos en blanco donde ha faltado rapidez de reflejos; «fondos de saco que no tienen propiamente el carácter de calle porque no son de tránsito». Lo dice Ibon Areso, arquitecto urbanista y exalcalde de Bilbao, para quien los callejones sin salida son «una perversión del planeamiento que obedece a veces a un intento de sacarle más rentabilidad a viviendas que, de otra forma, darían a patios de manzana o de luces. Se crean así elementos no deseables que vienen de antiguo y que no siempre tienen fácil solución». Durante su paso por el Ayuntamiento eliminó unos cuantos: el callejón de Campo Volantín, el de Jardín Txikerra, incluso Alameda de Rekalde, que se estrellaba contra el murallón de Alameda San Mamés y ahora sigue por Egaña hasta la plaza de toros. A ellos se sumarán en breve dos más en Ametzola.
Su mala fama viene a menudo asociada a problemas de tráfico –zonas convertidas en aparcamientos saturados donde es imposible maniobrar, que asfixian la convivencia–, de escasez de luz, de falta de limpieza... También de conflictividad, pues al amparo de su aislamiento han proliferado desde la prostitución al botellón, haciendo de ellos lugares sórdidos, cuando no directamente inseguros. Primos hermanos, recuerda Areso, de las galerías comerciales, prohibidas hace ya años, y a cuya sombra florecieron Isalo o Urquijo; espacios privados que funcionan como calles interiores, con tiendas, bares y restaurantes, que llevan impreso en su ADN el carácter nocturno y donde surge la conflictividad o, cuando menos, cierto riesgo no deseable.
Hay excepciones, como Indautxu, donde la peatonalización ha convertido un lugar antaño oscuro en centro neurálgico lleno de comercio y hostelería, que cada tarde se llena de niños y terrazas. Y están aquellos llamados a desaparecer, con la operación de cirugía urbana prevista en Zorrozaurre o la llegada del AVE al centro de la ciudad, caso de Olagorta o Particular del Norte, respectivamente. Cabe preguntarse si su existencia chirría en una ciudad que aspira a ser modelo de convivencia e integración; si, como decía el crítico de arte Xabier Sáenz de Gorbea, somos lo que habitamos. Areso lo duda. «Marcan los barrios, no las calles. No hay diferencia entre alguien que vive en Almirante Gaztañeta –el callejón que aloja el legendario 'Trapi'– o quien lo hace en Autonomía; sí la hay, en cambio, entre quien reside en Abando o lo hace en Cortes». EL CORREO ha recorrido diez de estas calles sin salida y ha pulsado la opinión de sus vecinos, sus inquietudes y esperanzas, la dificultad de formar parte de la trama urbana. Hablan quienes las habitan.
Existía antes que la calle Euskalduna y su trasera daba a las huertas del Ensanche que estaba por venir. Ahora la ocupan el portal de una fachada veneciana, un centro de psicoterapia y el Sokoa, con su terracita donde a veces paran los artistas que salen por la puerta de camerinos del Teatro Campos. Imanol Arias, Leo Harlem, Pepón Nieto, Bernardo Atxaga, Gabino Diego... «Ese, ese sí que es un fenómeno», dice Iván Fernández, que regenta el bar desde hace 14 años junto a su mujer, Miriam. «Las sillas dan vidilla al callejón –privado de uso público– y para los niños es ideal. Si no das alternativas, las calles acaban muriendo y entra gente chunga». El lugar, que tiene más apariencia de patio interior que de callejón, parece cumplir el requisito. «Es recogido y seguro, pero un poco triste». Unos columpios, dice Iván, obrarían milagros. «Y si ya nos dejaran sacar la tele, sería la bomba. Todavía recuerdo una final de la UEFA Liverpool-Sevilla. ¡Parecía esto un anfiteatro! ¿No dicen que hay que incentivar el comercio, la hostelería?».
Desaparecidas las bodegas de licores, aceite y vino, y los almacenes de paquetería, quedan los gatos –se cuentan por decenas– y los ferroviarios. Sus sindicatos ocupan en aparente armonía un antiguo destacamento militar que se asoma a la playa de vías. Llevan allí desde que Particular del Norte era una calle de servicio en un polígono industrial; un punto neurálgico del tráfico de mercancías con toques canallas, muy en plan 'Todo por la pasta', la célebre película de Urbizu que dibujaba aquel Bilbao canalla sumido en el jaco y envuelto en fumarolas de humo y hollín.
Javier Ibáñez (CC OO) y José Ángel de Castro (UGT) saben que el lugar tiene «los días contados, en cuanto llegue el TAV nos echan». Tampoco es que el lugar cautive. «Hay vallas porque los pabellones sufren desprendimientos, la calzada está llena de socavones y los coches aparcan donde quieren», apostillan José Luis (Semaf) y Julio Arias (SCF). El lugar también condiciona el día a día. «Hemos perdido ya la cuenta de las veces que salías de la oficina y ves a dos chavales chutándose o a una prostituta y su cliente en el portal, en plena faena», remata Iñaki Sánchez (LAB). Sus quejas han surtido efecto y hace ya tiempo que Adif ha puesto vigilancia.
El Ayuntamiento peatonalizó la por entonces Particular de Indautxu y la calle dio un giro copernicano. Corría el verano de 2009. «Al César lo que es el del César», dice Alfredo, vecino de toda la vida, que todavía recuerda cuando bajaba a los cines Mikeldi «en zapatillas». La salida de las salas era un escenario oscuro y atestado de tráfico, «con el 40% menos de locales hosteleros y un tercio de las lonjas cerradas», recuerda Jorge Aio, de BilbaoCentro. Ahora la mitad son locales comerciales, rebosantes de actividad. La ecuación es la siguiente: carga y descarga por la mañana, y a la tarde, pintxopote y terraceo, bien nutrido con los aitas y amas que vienen de recoger a los niños de los muchos colegios que se concentran en la zona. «Es la guardería, a la noche todo son caminos de tiza para jugar a las chapas», lo que marida perfectamente con esa calle de inconfundible sabor rojiblanco, «cada vez que juega el Athletic esto se llena de banderas». Las sinergias funcionan. «Vienes a tomar algo y te fijas en los escaparates», dicen Ainara Barañano, que regenta la tienda de interiorismo Narata, y José Ramón Amondarain, gurú de los champiñones y las tortillas.
Una pintada a la entrada de San Joaquín parece resumir el sentir del barrio: «Nadie te va a kerer como yo». Parece mentira, pero hubo un tiempo en que en San Joaquín (Bolueta) había panadería, pescadería, ultramarinos, mercería... «teníamos hasta herrero». Ahora la calle, que se divide en dos sin salida –una con la pendiente del Angliru–, es un aparcamiento a cielo abierto que las entradas y salidas a la ikastola y los camiones de recogida convierten en un circuito de obstáculos. Los vecinos se las ven y se las desean para entrar en sus casas o llamar a una ambulancia, «con los coches en doble fila y hasta encima de las aceras», declara Arantxa Merino, nacida aquí hace 54 años. Por no hablar del camión de los bomberos, en una calle donde los bloques más alejados tienen el armazón de madera.
«Esto es una ratonera. Ni siquiera hay un rótulo a la entrada para indicar que no hay salida. A veces llegan turistas que preguntan, desconcertados, dónde están». Ni bancos, ni árboles que den sombra, ni fuentes, ni accesos para minusválidos... «Estamos dejados de la mano de Dios», clama Pilar Salaberri. Pero no tiran la toalla. «Hubo un tiempo que venían los chavales a hacer botellón y, como no se iban ni a tiros, decidimos sentarnos a su lado y hablar de nuestras cosas. Así, metiendo presión. Oye, fue mano de santo».
Fue durante años sinónimo de prostitución, droga y crimen. Fernando, portero de fincas y consumado guía, señala el portal en el que trabajaba el falso shaolín –en prisión por el asesinato de dos mujeres– y el hueco que ocupaba el Nuevo Acrópolis, donde un vigilante murió de un tiro en el pecho. «Antes era la crónica negra, ahora es un remanso de paz», dice mientras abarca con el brazo un marco poblado de edificios industriales con reminiscencias patibularias. A media altura hay una sauna gay, al fondo un club de travestis, dos gimnasios... Juan Antonio González, propietario del Golden Sport, abierto desde hace tres décadas, reivindica un vecindario «donde han cambiado las cosas y la sintonía con el entorno es mayor que nunca. Hay más discreción, más respeto, y eso se nota». Acaba de dar una clase a mayores de 70 años y rebosa calma, pero esta se esfuma cuando le hablan del 'Bilbao a dos velocidades'. «Y hasta tres –ruge–. El camión de la limpieza sólo entra dos días por semana y no hay contenedores. Es chocante que pese a ser céntrico, vivamos en otro mundo», dice mientras Vicky, Nacho y Edorta cultivan bíceps a golpe de mancuernas.
Los vecinos de Irala no acaban de acostumbrarse. Y eso que han pasado años desde que desapareció la trinchera de las vías y el hueco lo cubrió una flamante avenida que ha revolucionado Ametzola. «Es la carretera a ninguna parte, suena a película», enfría el entusiasmo Juan Mari Zulaika. El asfalto se interrumpe al pie de un talud, por donde discurre el antiguo túnel de las mercancías. Según recoge el Plan General, la galería está llamada a ser la conexión con Miribilla, eternamente a la espera de tiempos mejores, de que los ingenieros resuelvan el problema de cotas. «La solución para un barrio cercado por el tráfico», clama Juan Mari Zulaika, portavoz vecinal, harto de que Juan de Garay sea «la prolongación de la autopista que hipoteca Irala». Un problema más de movilidad en «una zona que ve el metro cada vez más y más lejos, y donde los autobuses no ofrecen las frecuencias necesarias».
Es este uno de esos callejones contradictorios, donde cuestas empinadas y escaleras siniestras conviven con el trasiego incesante de niños y adolescentes que salen de dos colegios, Maristas y Ángeles Custodios. Las escaleras. Dos. Una particular que parece salida de una película gore, el candado echado a la verja, las paredes desconchadas y cubiertas de grafitis; la otra, expropiada por el Ayuntamiento, está iluminada por la noche como un casino de Las Vegas y equipada con un ascensor que vence barreras y refuerza la sensación de seguridad. La travesía se extiende arriba y abajo, y en ambas carece de salida. «Por seguridad han cerrado espacios y el efecto no es el deseable. La iluminación es un buen intento de sacarle jugo al espacio, porque la zona es un poco sosa», apostilla una trabajadora social que no quiere dar su nombre y que habla desde el otro lado de una puerta cubierta de garabatos de rotulador. Los chavales son una constante, «y también las cáscaras de pipas y los porros», dice. «Eso sí, educados son. Saludan cuando entramos y salimos». Lo corrobora Joseba Arana, el barrendero, la pala a rebosar de bolsas de chuches.
El 'Trapi' no es un garito cualquiera. Recuerda a ese tema de Los Perros del Boogie, en el que «dos calaveras pasean sus cremalleras por la barra del bar». Una placa que remite a 1980 y una puerta sin pretensiones aderezan una pared grande, blanca y lisa, al pie de dos rascacielos de 20 alturas. Suenan éxitos de los 80, los mismos que empezaron a dar fama al bar a 45 revoluciones: The Cars, Bowie, Aerosmith, Iron Maiden, cuyos ecos quedan dentro, a buen recaudo. Es el alma del callejón, donde se suceden una imprenta, un lavacoches, un negocio de fontanería, camarotes, la trasera de Correos, otro bar. Y eso que los comienzos fueron movidos. «El primer año hubo broncas, problemas de drogas, gente que aparcaba donde le venía en gana... Pero hablamos con los vecinos y todo aquello cambió, desde la música a los horarios», dice Jesús Navarro, el propietario. 39 años después, Almirante Gaztañeta pasa por un lugar tranquilo, «yo soy el que se come el marrón si hay que echar a la calle a algún pesado», dice Navarro. Seguro y limpio, porque el barrendero pasa todos los días, aunque el camión de riego se haga más de rogar. «Eso sí, no creo que haya otro callejón en todo Bilbao con tres pasos de cebra. Sólo nos falta el semáforo», dice Jesús con retranca.
Hay cinco portales y sólo un negocio abierto: la tienda de alimentación. El resto de las lonjas, incluido el almacén de un negocio de menaje que hay un poco más arriba, tienen la persiana echada. Una pescadería que se vende, una panadería... El callejón está encajado entre bloques de 11 alturas que lucen un batiburrillo de tendederos, y la luz del sol dibuja una sombra que parece hecha con cartabón. Imposible encontrar donde aparcar, no digamos ya dar la vuelta si uno se adentra aquí dentro. «¿Carga y descarga? Teníamos dos zonas y nos quitaron una». José García y Berta Vélez regentan Jober, 'la' tienda. «Está cerrando todo y el barrio se apaga, los jóvenes ya sólo van a las grandes superficies. Dos Eroskis, un Mercadona... Estamos rodeados». Aseguran que el callejón es seguro, que los chavales del colegio de enfrente «no se meten con nadie» y que su única queja es lo mucho que tarda en limpiar la calle. «Huele a chises de perro». Roberto de Lucas, llegado al barrio hace 18 años, no es de la misma opinión. Culpa del «trapicheo» a chavales inadaptados y a la inmigración, y también a «las bandas que se creen dueñas del barrio».
Anabel Toyos no acaba de ver el día que empiecen a construir en Zorrozaurre y desaparezca tanta podredumbre. «Hablan de hacer carreteras, paseos, traer el tranvía... El problema son los tiempos que se manejan». Olagorta siempre ha dado problemas, «y desde que está la discoteca, más». Se refiere a la Mao-Mao Beach, que abre intermitentemente, «a cuyo alrededor lo mismo ves jeringuillas que condones y tangas». y al callejón que gira a la derecha, también sin salida, donde sólo resiste una casa con 'okupas'. «Allí vivía mi cuñado y dos o tres familias más. Siempre se quejaron de baches y charcos, porque la calle era la vía de entrada a las fábricas y sus dueños sólo se preocupaban de que los camiones tuvieran acceso».
El panorama es desolador. A las fábricas ruinosas y los muros por cuyos agujeros asoman colchones, se suman coches abandonados, televisores y lavadoras estropeadas, o charcos de aceite de los que vienen aquí a vaciar el depósito. «Esto es una escombrera». La proximidad de DigiPen y la inminente llegada de Mondragón llena a los vecinos de de esperanza. «No hay otra solución que el derribo, en cuanto esto lo urbanicen el barrio va a cobrar vida». Cuando se le hace la mismas pregunta que a Areso –¿Somos lo que habitamos?–, la respuesta es fulminante. «Por supuesto que no. No se fíe de lo que ve, aquí hay gente muy válida».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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