Era de esa edad en la que estás en la mitad de todo. Tanto de pasado como de horizonte. O no. Nadie sabe lo que sucederá mañana. Por eso lleva cara de ayer. Es uno de ellos. Paisanos que se fueron y ahora regresan. La ... forma de mirar al pato llevaba tanta ternura como mensaje. El que cabe en 17 años. El tiempo que lleva fuera. En realidad es algo más. En 1999 ya comenzó a irse. Poco a poco. Le fue bien, mal, muy mal, regular y extraordinariamente bien. Lo normal. Hasta que llegó la pandemia. Un drama colosal. Pero trajo algo que no esperaba. Teletrabajo. Desarrollar su labor sin salir de casa. La salud lo exigía y la tecnología lo permitía. Así que se lanzó. Pidió hacerlo desde su verdadera casa. Bilbao.
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Perdemos paisanos. No solo por el virus. Quienes vinieron buscando trabajo volvieron a hacer la maleta y regresaron a sus países. No es cosa de ahora. En 2013, y durante siete ejercicios, tuvimos entre 345.000 y 347.000 habitantes. Hasta que en 2020 alcanzamos los 350.627. Pero ya hemos bajado de los 350.000. Según datos del Ayuntamiento, somos 349.801. Los números bailan, pero no se puede negar que vivir en las afueras, a base de transporte público, y los precios del ladrillo provocan un irse paulatino. Por no hablar del emigrar laboral. De ahí que me fijara en el hombre del estanque.
Era uno de esos días del Botxo que incluye las cuatro estaciones. En ese momento tocaba primavera. El resol y la brisa se pegaban para ver quién mandaba. Pero aquel tipo habría seguido allí, impertérrito, aunque cayeran cataratas de agua. «Llegué ayer y Bilbao me recibió con sirimiri», musitó a través de la mascarilla. Hacía mucho que no sentíamos nuestra fina lluvia. Y tuvo que ser cuando él regresaba. Como si las nubes saludaran desde los montes bocineros. Apostaría que lloró.
Hay detalles que nos llevan de golpe a la añorada inocencia. Y el hombre tenía cara de haber sido uno de aquellos niños que pedaleaban en triciclos de hierro por los rojos caminos de bordes verdes. Aventuras sobre ruedas tras el obligado bocadillo devorado, casi siempre sin ganas, a la vera de los columpios. Para digerirlo resultaba obligado beber de la fuente que antaño le parecía inmensa y ahora entrañable. Cerca del lugar en que Boni sacaba barquillos de su bombo rojo y Raimundo inmortalizaba parejas con la cámara de fotos. Un tiempo donde el césped era territorio prohibido y sagrado. La autoridad ya se encargaba de recordarlo. Ahora en cambio mira más allá del estanque y descubre a gente buscando rayos de sol o charlando sobre la cuidada hierba. Y le encanta.
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En realidad todo le parece precioso. Siempre le encantó Bilbao. Hasta cuando era gris y los de fuera lo llamaban feo. Días de hierro y fuego y noches eternas. Un tiempo excesivo en todo. Fuera ocio o trabajo. Una era en la que no imaginaba que una mañana haría el petate y partiría muy lejos. No tanto por los kilómetros como por la nostalgia. Esa dama cruel que siempre acompaña al emigrante. La mayoría cree que se va para un rato. Y acaba siendo toda la vida. No ha sido su caso. El confinamiento, a falta de libertad, le ha dado espacio para pensar. Y decidir cosas que antes dejaba para mañana. Como cuándo volver.
«¿Sabes que estos patos viven aquí toda su vida?», me dijo señalando a uno que buscaba un kurrusku de pan en nuestras manos. «Alguno va y viene», le respondí, convencido de que no hacía falta. Ambos lo sabíamos. Somos patos que emigraron y ahora buscan, desde el cielo, reflejos del viejo estanque dorado. Ese que en realidad es verde. Da igual que ahora sus aguas estén limpias. Su fondo sigue siendo color esmeralda desgastada. Así nos recuerda el tiempo que lleva aguardando. Porque el estanque lo sabía. Y Bilbao también. Ambos tenían claro que el destino nos ofrece infinitos caminos. Pero, por muchos que existan, no dudaban de una cosa. Que ese hombre, tarde o temprano, al añorado viejo Botxo regresaría.
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