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CARLOS BENITO
Sábado, 13 de julio 2019, 01:28
Si tenemos que buscar un rasgo común a los pueblos más pequeños de Bizkaia, ese ha de ser el silencio. Uno se apea del coche, a media mañana de un día laborable, y tiene la sensación de estar violando una calma esencial y duradera, como ... quien hace añicos por torpeza una frágil figura de cristal. En algunas de estas localidades, se trata de un silencio intermitente, ya que el paso de coches por la carretera puntúa de vez en cuando esa paz de hojas y pajarillos; en otros, más alejados de las principales vías de comunicación, es una quietud permanente que convierte los ruidos ocasionales -y no digamos ya los bocinazos del panadero- en un acontecimiento que merece cierto revuelo. Pero no nos engañemos, el recorrido por los cuatro municipios con menos habitantes del territorio sirve también para demostrar que los estereotipos se han quedado muy viejos en este asunto. El visitante que espere toparse con pueblecitos donde el tiempo se detuvo hace décadas, como arcádicas aldeas de pitufos, está condenado a una frustración tras otra: la herencia rural convive con modernas instalaciones municipales, barrios de nueva construcción, polígonos industriales y habitantes que jamás han tocado una azada.
Arakaldo (164 vecinos)
Hay muchos edificios de ciudad en los que vive más gente que en todo Arakaldo,el pueblo más pequeño de Bizkaia en cuanto a número de vecinos (164 según los datos más recientes de la Estadística Municipal de Habitantes del Eustat, la referencia empleada en este reportaje). El forastero acude con miedo de no encontrarse a nadie, imaginando un entorno de caseríos dispersos y población envejecida, pero descubre una localidad con un barrio 'urbano' (La Isla) y un montón de chalés que aún no han perdido el esplendor sin tara de lo nuevo. Eso sí, gente no se ve, y los pelotazos en el espléndido frontón -construido en 1961- son obra de un vigoroso muchacho que no vive en el pueblo.
Pero, de pronto, como si alguien hubiese dado la señal de salida, el escenario se anima. Por la cuesta que bordea el frontón baja una mujer mayor, con botas de agua verdes y un ramo de flores en los brazos: las acaba de cortar de la huerta para depositarlas en la tumba de su marido. La señora recela de los extraños y se niega a decirles su nombre, pero está encantada de contar qué tal se vive en el pueblo: «¡De maravilla! Yo nací aquí hace 88 años y ahora ha cambiado mucho: han hecho las casas nuevas, todos esos adosados. Y es una gloria, porque hay de todo... ¡una chavalería...!», se entusiasma. Como este recorrido por los pueblos se hizo a finales del curso, los niños brillan por su ausencia, porque la escuela cerró hace muchos años. La mujer explica también que en Arakaldo se va a misa los sábados a las seis (con curas de Bilbao, de Zeberio, de Arrigorriaga...), que tienen el médico en Arrankudiaga, Miraballes o Llodio y que la compra se puede hacer «en el Dia de Arrankudiaga, que está ahí pegado». Y se marcha hacia el cementerio, sin soltar su nombre, con tozudez de superviviente.
Para entonces, los signos de vida se han multiplicado en el entorno del Ayuntamiento. Miguel Ángel Ibarrondo, el alguacil, ha irrumpido al volante del coche municipal, y Josu Luengo aparece paseando a su perro Aker, que se llama así porque es «un beagle y también un cabrón». Sirven como muestra muy oportuna de la población, porque Miguel Ángel es de «los antiguos», los naturales de Arakaldo, y Josu es de «los nuevos», los que han venido a ocupar las edificaciones más recientes. «Yo soy nacido y criado aquí. Y he estado veinte años trabajando fuera, pero seguía viviendo aquí, porque me tendrían que echar con agua hirviendo. Cuando yo era niño, aquí había que currar: las vacas, los cerdos, segar, secar la hierba...», evoca el primero. Josu, que es del cercanísimo Llodio, solía venir de chaval con la bici hasta Arakaldo, y hace cuatro años se afincó aquí con su familia. «Buscábamos la tranquilidad: los críos pueden correr sin miedo. ¿Lo peor? Que no tienes un bar, ¡esa es la única pega!». Porque, en efecto, Arakaldo quizá sea el único pueblo de Bizkaia sin bar: había uno en La Isla, hoy cerrado, así que la opción más cercana es el Xarmanta de Llodio, pero no siempre apetece subir después la cuesta.
-Es que, de los antiguos, ninguno somos de bares -asegura Miguel Ángel-. Los nuevos no sé.
-Yo siempre he sido de bares -se apresura a responder Josu.
Alcira Maldonado, que pasa la fregona minuciosamente por el suelo del Ayuntamiento, no viene de Llodio ni de Arrankudiaga, sino de un poquito más lejos: ella es de Barranquilla, Colombia, y vivió un tiempo en Bilbao antes de asentarse aquí. «Es una experiencia muy bonita si te gusta la tranquilidad, la soledad y, a la vez, estar cerca de la ciudad. Te permite jugar con el bullicio y el recogimiento. La calidad del aire también es diferente. Y aquí te libras de los veinte minutos de buscar parqueo».
Ubide (190 habitantes)
La llegada a Ubide tiene algo de fantasmal. Un balón viene botando hacia los visitantes, pero nadie corre detrás: es el viento quien lo arrastra de un lado para otro. En el parque infantil está atado un bonito pastor vasco, que espera a un dueño invisible. En una pared, un letrero identifica la calzada por la que pasó Fernando el Católico camino de Gernika, para jurar los fueros. Cualquiera diría que por este casco urbano, fotogénico y primoroso, caminan más espectros que personas. Pero las hay, como Idoia Barrondo, que es de Ubide y se casó con un chico del pueblo, pastor en el Gorbea. «Aquí no nos aburrimos para nada», asegura.
El batzoki, uno de los tres bares, lo regenta Jesús Mari Bengoa, que es además un relaciones públicas ameno y bromista. «Aquí los chavales viven a su aire. El río es suyo las veinticuatro horas del día. ¿Qué me falta? ¡Alguien que me comprenda, ja, ja...! Escuela tuvimos, pero dejaron de machihembrar». Sí que hay médico diario y analíticas los lunes. El panadero pasa todos los días; el pescadero, una vez a la semana; el de los congelados, cada quince días. ¿Y el cura? «A veces viene y a veces no. Una mujer suele dar misa los sábados». En el pueblo residen «brasileños, portugueses, paraguayos, norteamericanos, una italiana...», y no cabe duda de que «eso es porque se vive bien».
«Hay más solidaridad que en los pueblos grandes -asiente José Ángel Menocal, que ha salido a pasear al perro-. Si hay que buscarle alguna pega, sería que en educación, en sanidad y en ocio dependemos de Álava. Y, sin embargo, tenemos buen servicio de Bizkaibus, pero no transporte a Álava». Los niños nacen en Vitoria, que está a solo veintidós kilómetros del pueblo: a unos pasos del batzoki, un puente empieza siendo vizcaíno y, a mitad del recorrido, se vuelve alavés, como reflejo del corazón fronterizo de Ubide.
Gizaburuaga (213 habitantes)
Si a uno lo depositan sin más explicaciones en mitad del polígono de Okamika, o en su extensión Okamika 2, es improbable que tenga la sensación de encontrarse en el tercer municipio con menos población de Bizkaia. Hay decenas de coches aparcados, los operarios se afanan con los camiones y las 'fenwicks' y varios letreros orientan hacia empresas como B.lux, Armearri Kautxoak o Cartonajes Erabil. Esa sensación bien podría persistir en el núcleo principal del pueblo, dos filas de casas modernas con bajos acondicionados para biblioteca, gaztetxe o ludoteca. A mediados de la pasada década, la fisonomía de Gizaburuaga cambió, con una promoción inmobiliaria basada en una permuta de terreno por locales que dio aliento al pueblo, pero también modificó su esencia con cierto componente de ciudad dormitorio.
Entre las hileras enfrentadas de casas discurre un tramo de la carretera de Aulesti a Lekeitio, que a esta hora tiene poquísimo tráfico, y en la calle no se ve ni un alma. Pasan diez minutos y aparece una mujer con atuendo deportivo, pero va con una prisa incongruente en medio de tanta tranquilidad. Pasan otros diez minutos y cruza la calzada un hombre: esta vez hay suerte, porque se trata de Juan Manuel Arostegi, alcalde hasta el mes pasado. «Somos un pueblo pequeño pero bastante completo. Falta la escuela», resume, mientras muestra a las visitas el gimnasio que ocupa la planta inferior del Ayuntamiento y el espacio multiusos de arriba, donde se imparten, por ejemplo, las clases de yoga de los jueves. También hay un centro para la tercera edad que, como otras instalaciones, pertenece a la mancomunidad de Lea Ibarra, formada por Munitibar, Aulesti, Amoroto, Mendexa y Gizaburuaga.
Desde hace muchos años, los niños van a estudiar a Lekeitio. Tampoco hay tienda: en tiempos el bar tuvo una, pero, en una sociedad que se autoabastecía, hubo que suprimirla porque los productos caducaban en los estantes. El médico pasa consulta dos veces por semana (entretanto, hay que desplazarse a Aulesti) y solo para un 'bizkaibus' cada dos horas. Pero Arostegi relativiza la carga que todo esto supone para unos habitantes que, desde siempre, están acostumbrados a vivir apartados: «Hay que tener en cuenta que muchos vecinos ya necesitan coche para acercarse a la parada de Bizkaibus, o al médico. Y aquí vivimos tranquilísimamente. Yo, desde luego, no me iría a Bilbao: aquí somos una familia y en Bilbao soy un número perdido en la calle».
En la terracita del bar del pueblo (hay otro en el polígono), la paraguaya Rosa Godoy se toma a sorbos su tereré, la preparación de yerba mate propia de su país. Ella y su esposo se hicieron cargo de la taberna en abril y planean mudarse al pueblo con sus cuatro hijos, toda una inyección demográfica para Gizaburuaga. Tras la barra, con pintxos muy elogiados por los parroquianos de Lekeitio y Aulesti, está en este momento el marido, David Aristiqui («el apellido vendrá de algún vasco que fue a la Argentina y se encontró con mi bisabuela», se ríe). «Pueblo pequeño, corazón grande -elogia-. Esto es muy familiar y todos se ayudan. ¡Y ahora hay un bar muy bueno!».
Nabarniz (244 habitantes)
Dice Ugaitz Oñarteetxebarria que una de las ventajas de vivir en un pueblito como Nabarniz es que puedes salir a la calle tal como estás en casa, pero eso no tiene en cuenta la posibilidad de cruzarse con dos reporteros en el camino desde su barrio, Merika, al núcleo central de la localidad, Elexalde. El joven y su perra Nala, en pleno paseo matutino, son el único signo de vida en este entorno de postal, como un ejemplo práctico de las ventajas y desventajas de residir en un pueblo tan pequeño: «Aquí hay muchísima tranquilidad y duermes con la ventana abierta. La contrapartida es que tienes que moverte para todo a Gernika, como mínimo». Hay tres bares, lo suficiente para «dar una vueltilla», pero lo habitual sigue siendo buscar la diversión fuera. ¿Y el trabajo? «Aquí los que más trabajan son los bares», resume Ugaitz, que está en el paro.
Serán los que más trabajan, pero a ratos. Los forasteros acuden al Aboitiz, muy renombrado por sus alubias, pero se lo encuentran cerrado. En la Herriko Taberna atiende Iñaki Bilbao, que lleva veintitantos años en el pueblo y ha tenido tiempo de comprobar los pros y los contras de esta vida: «Lo mejor es la tranquilidad. Lo peor, lo que conlleva esa tranquilidad. Yo me puedo pasar el día aquí, muerto de risa: dentro de veinte minutos vendrá uno -asegura, conocedor de las rutinas de sus habituales-. Y la cobertura, por ejemplo, no es que sea mala: es pésima».
Al ver a Félix Legarreta y Bego Garate sentados delante de su caserío, en el barrio de Ikazurieta, uno se imagina una larga vida compartida en este rincón apartado de Busturialdea, pero es otro de tantos clichés erróneos. Los dos crecieron en caseríos (él en Fruiz y ella en Natxitua), pero la parte central de su biografía tuvo por escenario el barrio bilbaíno de Santutxu, ya que Félix trabajó 43 años en una carpintería de Iturribide. Cuando se jubiló, hace un par de décadas, buscaron un caserío asequible y acabaron aquí, rodeados de flores y pájaros, así que son árbitros ideales para comparar lo urbano y lo rural. ¿Qué echan de menos? «¡El metro! Es la mejor obra que he conocido. A ver cuándo nos hacen uno aquí», bromea Bego. ¿Qué hay de las tiendas? «Voy preparando la lista durante la semana y luego vamos al Eroski de Gernika». ¿El médico? «Mucho mejor que en Bilbao, porque te atiende una hora si te hace falta. En Nabarniz, en Ereño o en Arratzu. En Bilbao te despachan muy rápido», reprocha Félix. Aquí, además, la pareja disfruta de lujos cotidianos como el nido de herrerillos en su ventana o el pan y el periódico a domicilio: «A las nueve y pico lo tengo aquí y puedo ponerme a almorzar. A ver quién puede decir lo mismo en Bilbao».
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