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Usar Bilbobus estos días permite apreciar cómo el confinamiento forzoso y la reducción de la actividad han afectado a la vida de la capital vizcaína. Sea cual sea la línea que se aborde, el viajero atravesará un paisaje de calles semidesiertas y sin apenas tráfico, digno de una película distópica.
Esta mañana, el autobús de la línea 56, que une el Sagrado Corazón con el barrio de la Peña, partía a las 8.45 con un solo pasajero a bordo, que era este periodista de EL CORREO. El chófer era una sombra que se entreveía detrás del plástico que le separa de los asientos, la protección que se añadió después de las cintas de precinto iniciales. En la radio sonaba una canción melancólica de Fito y Fitipaldis que contribuía a reforzar el desasosiego de la vista: una Gran Vía casi desierta, cruzada por unos pocos coches, unos cuantos de la Policía Local, que parece omnipresente. En las aceras solo se veía aquí y allá algún viandante con perro.
La separación del conductor no es el único elemento nuevo en los complementos del vehículo. Hay carteles que advierten que el pasaje se ha limitado a 25 usuarios y con indicaciones de higiene y seguridad para prevenir el contagio. La mitad de los asientos están precintados, para evitar que dos personas puedan viajar juntas.
El viaje parece más rápido de lo normal. Probablemente lo sea: no se forman embudos en los semáforos porque no hay vehículos con los que formarlos y en las paradas no hay nadie a quien recoger. El autobús no se detiene hasta la parada situada frente al Teatro Arriaga. Por el trayecto, se cruza con otros Bilbobuses, vacíos o semivacíos. De vez en cuando aparece alguno con media docena de personas a bordo. Este que se dirige a La Peña es una de las nuevas unidades que cuentan con puerto USB para cargar el móvil. ¿Los usará alguien estos días?
En la Plaza del Arriaga sube una usuaria que saluda con un «buenos días». Es algo que se agradece, porque en esta nueva cotidianidad en la que nos ha instalado el coronavirus la gente se ignora cuando camina por la calle, no responde a los saludos e incluso evita el contacto visual. El autobús sigue su camino puente de la Merced arriba, atraviesa San Francisco, calle en la que lo único que hay a la vista es una patrulla policial y gira en Cortes, donde se baja la mujer que subió en el Arriaga. Se acabó la compañía.
En este momento se produce una curiosa escena. El autobús circula detrás de un coche de la Policía Municipal. Casualmente, otro de la Ertzaintza llega por detrás, con lo que durante unos momentos parece que este Bilbobus va escoltado, además de precintado, y con un periodista dentro. Otra escena de película distópica.
El 56 llega a La Peña en el momento en que ya han abierto o están levantando la persiana las tiendas de alimentación y supermercados, por lo que ya se ven las primeras colas de la mañana. Mientras, unos pocos dueños de mascotas pasean por el parque de Ibaieder.
Son las 9.10 horas, con lo que el servicio de autobuses municipal entra en la franja de reducción de frecuencias, establecida este lunes pasado. El servicio se mantiene al cien por cien en las horas punta, pero se recorta notablemente de 9.00 a 12.00 horas y de 15.30 a 20.00. Regresamos al Arenal y allí intentamos coger el bus de la línea 11, que va a Deusto. Las pantallas electrónicas que anuncian la llegada de las unidades en las paradas parecen estar algo desubicadas: en la mayoría de los destinos indican '??', dos signos de interrogación, en lugar de los minutos que faltan para que pase el vehículo. «Habrán cogido un virus», bromea un usuario en la parada junto a la iglesia de San Nicolás. La incógnita se resuelve de pronto: faltan 45 minutos de espera. Cambiamos de parada y resolvemos tomar el autobús de la línea 58 que se dirige a Basurto. Tras un rato de incertidumbre –más '??'– toca esperar solo 8 minutos.
El 58 es otro autobús vacío. Se repite la situación del primer viaje, solo que cambia el fondo. Ahora subimos por Hurtado de Amezaga, por la que solo parecen circular Bizkaibuses y Bilbobuses, casi todos sin apenas pasajeros, y en la que casi no se ve ni un alma. Las pocas que hay o llevan una barra de pan o un perro o ambas cosas. Las pocas personas que caminan por Autonomía responden al mismo patrón. Se ven colas en los supermercados, y también frente a algunos cajeros automáticos. Solo dos personas se suben en el trayecto hasta Basurto.
Cambiamos de barrio. En Lehendakari Aguirre cogemos el Bilbobus de la línea 18, que une San Ignacio con Zorroza. El autobús sale a las 11. En la parada, en la calle, llama la atención que el sonido de las tórtolas y el de los gorriones se impone al ruido del tráfico, formado por coches muy dispersos. Este es el autobús más animado de la mañana: arranca con seis personas a bordo, nada menos. 5 de ellas llevan mascarilla y guantes. A pesar de lo anómalo de esta forma de viajar –distancias de seguridad, conductor invisible, precintos, acceso por la puerta central...– todos actúan como si hubieran usado el autobús de este modo toda su vida. Nadie habla. Una joven lee un libro y otra escucha música con auriculares. En Deusto hay relevo en el pasaje: unos se bajan y sube gente, hasta alcanzar la docena. Algunos se conocen entre sí, con lo que se oyen algunas charlas. Es algo que se agradece. Lo hace todo menos raro. Moyúa. Una usuaria se baja y se despide de un amigo: «Bueno, pues mañana más y peor».
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Abel Verano, Lidia Carvajal y Lidia Carvajal
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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