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El concepto de bar como establecimiento que despacha bebidas siempre se queda lamentablemente corto, porque ahí dentro se hacen muchísimas más cosas. En el caso de los pueblos más pequeños, esa definición ni siquiera se acerca a la verdadera trascendencia de los locales hosteleros, que ... suelen ser el punto donde se entrecruzan las trayectorias de los vecinos y también un referente para los forasteros: la mayoría de los visitantes no llegarán a pisar el Ayuntamiento, a lo mejor entran una vez a ver la iglesia, pero puede que se conviertan en habituales de una taberna acogedora donde hacer un alto en sus rutas.
Esta es un ronda por tres 'bares del pueblo', los únicos de sus respectivas localidades, todos ellos de propiedad municipal. Hay un concepto, que podríamos resumir como 'el bar nos da la vida', que aparecerá en varias formulaciones a lo largo del recorrido, pero podría salir muchas más: prácticamente no hay entrevistado que no lo haya dicho de una manera u otra.
Izurtza es uno de esos pueblos que tienen una carretera como columna vertebral, la BI-623, y por allí pasan sin detenerse coches y más coches, pero algunos se paran de manera un poco inesperada, y entonces podemos hacer dos apuestas: es casi seguro que vienen al bar y existe una probabilidad muy alta de que, más específicamente, los haya atraído el jamón. «Todo el mundo que pasa por la carretera ha parado aquí alguna vez. Y algunos paran cada vez que pasan», resume Gotzon García, que atiende la barra a las diez de la mañana. Lo del jamón es una tradición curiosa: se empezó a servir hace décadas y los sucesivos encargados han mantenido la costumbre, que ha dado fama al local.
La actual encargada, Udane Ramírez, lleva solo tres meses al frente del establecimiento. Ella es del pueblo y conoce bien la importancia del bar... y del jamón. «Sin el bar, el pueblo se queda muerto y la vida se traslada a Durango: ha estado unos meses cerrado y menos mal que la gasolinera tiene barra, porque gracias a eso se aguantó mejor», comenta. De hecho, acabó abriendo a toda prisa, «a lo loco», para las fiestas de septiembre, que habrían quedado desdibujadas sin taberna. ¿Y el jamón? «Los clientes vienen preguntando '¿seguís teniendo, es igual?'. Si bajo la calidad, me echan del pueblo».
Van pasando parroquianos. Los colombianos Gloria Espinosa y Luis Miguel Rodríguez, madre e hijo, optan por la tortilla: «Vamos a trabajar a Mañaria: ¡con esto limpiaremos los portales con más ganas!», dicen. Entra Enrike Huerta y directamente le plantan delante la copita de vino. ¿Habitual, no? «Claro, ahora me van a sacar un pintxo de jamoncito muy rico. Yo ya venía con el anterior dueño, y con el anterior... Cuando íbamos para Urkiola, la parada era obligatoria, y ayer mismo me llevé unas raciones para cenar», explica Enrike, que dirige el Museo de Ciencias Naturales de Mañaria. ¿Y ha cambiado mucho esto? «En realidad hace 50 años era casi lo mismo».
Aparece, en fin, la alcaldesa, Oihane Irastorza, de camino al Ayuntamiento, justo al lado. «Este es el centro neurálgico del pueblo. Los meses que hemos pasado sin bar, nos sentíamos... huérfanos es mucho decir, pero ¡cómo lo hemos echado de menos!», reflexiona la regidora, que se recuerda perfectamente de niña entrando a este bar a comprarse sus Phoskitos.
–¿Y ahora no va a pedir jamón?
–Eso a lo mejor a las tres, cuando salga del Ayuntamiento.
Es media mañana y en el bar de Arratzu ya están preparando las mesas para los menús: garbanzos, guisantes o ensalada de primero; pollo asado, filete o gallo de Ondarroa de segundo. Es un momento tranquilo: acaban de marcharse las alumnas del curso de dibujo, que se imparte en el edificio de las viejas escuelas, y aún no ha llegado el 'turno' de mediodía. «Un pueblo sin bar es un pueblo fantasma. Abro a las 10 y ya viene gente: del pueblo, pero también ciclistas y peregrinos a Santiago, que te alegran la mañana. Esto funciona además como un pequeño ultramarinos: si a alguien le falta la sal, los huevos o el pan, viene aquí, porque si no tendría que ir a Gernika», explica la encargada, Mariví Zalloetxebarria, que procede de familia hostelera de Kortezubi. Recuerda cómo, cuando Arratzu se desanexionó de Gernika en 1992, una de las primeras urgencias fue el bar: «Yo vine aquí al casarme y no había. Ni te enterabas de las cosas que pasaban en el pueblo, porque el bar sirve también para eso: ahora mismo, una chica ha pagado una ronda porque acaba de ser abuela».
Dan las doce y, como si alguien hubiese dado un pistoletazo de salida, de pronto hay una docena de personas en el bar. Soraya Cano ha venido con su sobrinita a tomar un caldo: «Lo ponen buenísimo, con sus picatostes. Aquí nos sentimos como en el txoko de casa». Algunas mujeres del curso de dibujo regresan («café antes y vino después» es su sabio plan) y recuerdan cómo, cuando en el barrio de Belendiz cerró el bar que había, los hombres dejaron de ir a misa. «No es importante, es lo más importante», dicen. Jon Urionaetxebarria baja del monte y se toma «un refrigerio», igual que de chaval venía con su padre. Vive en Mendata.
–¿Y qué tal andan allí de bares?
–Tenemos dos, pero hemos estado un par de años sin bar. Nos turnábamos los dos barrios para abrirlo los fines de semana, como txoko, porque el bar es vida.
El bar de Arrieta es grande y moderno, con comedor para treinta personas y un velador acristalado, decorado con las siluetas de un pastor y sus ovejas. Al frente del local están dos jóvenes bermeanos y en la cocina reina un chileno, Edu Baras, que está ultimando la comida: alubias, guisantes, pimientos o ensalada de primero; filete, entrecot, merluza o bacalao de segundo.
–¿Y no les cuela recetas chilenas?
–Lo he intentado, pero no funcionan... Y me voy para dentro, que se me quema el ajo.
Es la hora del aperitivo y hay gente con hambre de lobo. Julen Sarasola, Jabier Chaurri y Jon Barrenetxea han pasado la mañana en un caserío de Busturia. «Hemos cortado un roble que se cayó, hemos quitado pimientos, hemos podado hortensias, hemos segado y hemos llevado la 'rotavator' al taller. Ahora llega el mejor rato de la mañana, ¡la tortilla!», relatan. En un rincón de la barra, una neverita presenta los tentadores productos de Bizkaigane, una cooperativa de la zona, y justo aparece Markel Enzunza a reponer queso, yogur y chorizo. «Los compran aquí en vez de tener que venir a la cuadra. ¡El que prueba repite!», publicita el joven, muy consciente de la importancia de este local: «Sin bar el pueblo se muere».
Hubo otras épocas, y José Ángel Otazua, que fue alcalde veinte años, las recuerda bien: «Aquí había seis bares, repartidos por los barrios, pero los hijos estudiaron y aquello se acabó». Otazua encabezaba la corporación cuando se reconstruyeron el Ayuntamiento y el propio bar: «Y ningún vecino nos preguntaba por el Ayuntamiento, ja, ja. El bar es más importante..., bueno, tan importante como la iglesia. Un tabernero decía que esto –señala al bar– y aquello –apunta a la iglesia– no son buenos amigos, pero que esto sin aquello no funciona y aquello sin esto tampoco».
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