Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
A pocas millas de nuestra costa, de nuestros puertos y playas, transitan enormes cetáceos, seres casi más propios de un mundo vinculado a lo mágico, «rodeados del halo que acompaña al mito», como apuntó José Antonio Azpiazu en uno de sus libros, refiriéndose en concreto a la ballena. Un animal imponente que fue de vital importancia para el litoral de Euskadi hace unos cuantos siglos.
Cerca de él siguen transitando, como volvió a quedar claro el pasado fin de semana con la inesperada visita del rorcual común de 30 toneladas a Sopela, a donde llegó ya agonizando. Ahora solo se dejan ver, cuando salen a la superficie a respirar, sin riesgo para su integridad física, como sí sucedía entonces. Y es que actualmente su sola presencia despierta una gran fascinación, pero desde el siglo IX hasta el XVIII eran un bien muy preciado para los arrantzales en el Golfo de Bizkaia, que se lanzaban al agua en txalupas para darles caza. «Eran como una especie de pozo petrolífero», declara Aingeru Astui, director del Museo del Pescador de Bermeo, haciendo referencia al uso que se le daba a su grasa, todo un botín, convertida en aceite, en el denominado 'saín'.
Un líquido que se empleaba desde engrasar relojes a, sobre todo, el encendido de las farolas de las calles de casi toda Europa. No daba olor ni producía humo. «Un barril de 200 litros se vendía por unos 5.000 euros de ahora. La nao 'San Juan' –hundida en costas de Canadá–, llevaba en su interior 900 barriles. Una auténtica fortuna», asegura Sabino Laucirica, excapitán de la Marina Mercante e investigador de la historia marítima vasca. Esta grasa también se usaba para cosmética y medicamentos. Sus grandes huesos se utilizaban a modo de vigas para la construcción, además de para la fabricación de muebles. Las barbas de la boca, al ser elásticas, se usaban para hacer sombrillas y peines, y también en corsetería, a modo de varillas. Actualmente, aunque se emplea otro material, se siguen llamando por ello 'ballenas'.
Y ahí no quedaba la cosa. El esperma era muy cotizado entonces para elaborar ungüentos. La carne también se aprovechaba, aunque en Euskadi no se solía comer. Lo que se hacía era salarla, para su conservación, exportándola sobre todo a Francia. De todas sus partes, la lengua era el majar más apreciado. Era frecuente su envío a destacados mandatarios. Estos grandes beneficios eran los que impulsaban a los marineros al agua, pese a ser conscientes de la desigual lucha, casi heroica, que suponía tratar de dar acecho y muerte a un ser de semejante envergadura. Ellos mismos se jugaban la vida desde el momento en el que desde la atalaya se vislumbraba una ballena y se daba la señal.
Era entonces cuando desde varias txalupas se acercaban al gigantesco ser bogando con el máximo sigilo posible. Para ello, nada fácil, se usaban remos de pala fina y también se forraba la parte inferior de la embarcación con piel de animal engrasada, como se explica en un artículo en la revista Zainak. «Era una caza colectiva y quien llegaba el primero y le daba con el arpón se llevaba la parte más importante», asegura Laucirica. Esto no quita que fueran habituales y numerosos los pleitos entre distintos pueblos, por lo complicado que supone trazar los límites en el mar. Esto sucedía en la isla de Izaro. ¿La ballena era de Bermeo, Mundaka, Elantxobe...? Se celebraron varios juicios para esclarecerlo. Una vez que el cetáceo era conducido a tierra firme se procedía a desollarla, trocearla y licuar su grasa, entre otras cosas, procedimientos que daban trabajo a numerosas personas del pueblo, por lo que su llegada se solía vivir como un gran acontecimiento. Parte de los beneficios debían de ser entregados al Señor de Bizkaia, y también a la Iglesia, la que pese a llenar sus arcas con esta actividad «no la veía con muy buenos ojos, por las vidas humanas que se cobraba», explica el anterior investigador.
Una caza de la que los balleneros vascos se hicieron expertos. En Bizkaia, la principal zona de pesca de estos cetáceos fue Bermeo, además de Lekeitio, siendo Matxitxako la atalaya privilegiada, como confirma Aingeru Astui. La principal ballena que se perseguía en el País Vasco era la franca, 'eubalaena glacialis'. Iban en manada y como estaban tan llenas de grasa flotaban enseguida tras ser rematadas, lo que facilitaba su captura.
Estaban por toda la cornisa cantábrica, pero al ver que este cetáceo empezaba a escasear y que llegaban noticias de que en Canadá, en la zona de Terranova, había mucho bacalao, muchos decidieron irse allí. Por casualidad se encontraron con que también había ballenas. En dos siglos dieron caza a unas 20.000, constituyendo la primera industria de América del Norte. «Los primeros datos son de 1530. Iban desde la primavera a antes del invierno. En 1576 el frío llegó antes de tiempo y murieron allí 200 marineros vascos», relata Laucirica, promotor del hermanamiento entre Plentzia y la ciudad canadiense de Placentia, bautizada así por los vascos que llegaron hace siglos, por su parecido al enclave vizcaíno. Estuvieron allí hasta que fueron expulsados en 1713 tras el Tratado de Utrecht. También surcaron los mares rumbo a Islandia, como recuerda el documental 'Baskavigin', de la productora vizcaína Old Port Film. En Euskadi nunca dejaron de existir ballenas, pero la última que se pescó fue en Orio, en mayo de 1901.
Del mar al monte. Ese fue el último camino del rorcual de más de 30 toneladas que llegó para morir hace unos días a Sopela. Su voluminoso cuerpo fue trasladado en un tráiler al vertedero de Artigas, cerca de Alonsotegi, donde un grupo de expertos ha utilizado un residuo bioestabilizado para evitar los malos olores que irá produciendo su descomposición, y alejar a la vez de allí a las aves carroñeras. Desde hace varios años descansa en otro basurero, en este caso en el Basordas, en Lemoiz, una ballena aún más grande, de unas 50 toneladas y casi 20 metros de largo, que quedó encallada en la Nochevieja de 2004 en Matxitxako. Su esqueleto fue guardado bajo tierra con la intención de ser expuesto dos años más tarde en Bermeo, lo que aún no se ha producido. El Ayuntamiento marinero confirmó a este periódico que no se descarta poder hacerlo en un futuro.
Suponía tal la fuente de riqueza la caza de la ballena que muchos pueblos de la costa cantábrica decidieron plasmar su importancia en la Edad Media escogiendo la representación de este animal en los sellos que acuñaron para validar sus documentos, como afirma el experto en la materia Juan José González. Una imagen que posteriormente se trasladó a los escudos oficiales, los que además de en las instituciones también pueden verse esculpidos en piedra en varias de las casas más antiguas de estos municipios. En Bizkaia forma parte del distintivo de Bermeo, Lekeitio y Ondarroa. En Cantabria aparece en Castro Urdiales. En Gipuzkoa, en Hondarribia, Getaria, Zarautz y Mutriku, mientras que en el País Vasco francés tiene un espacio destacado en Biarritz y Hendaia.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.