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Si algo nos ha enseñado este año largo de pandemia, es que al final los cambios graduales se acaban imponiendo a los bruscos. Durante unas cuantas semanas, allá por el principio de esta pesadilla, nos complacíamos en imaginar la jornada en la que todo acabaría, ... una especie de día del armisticio en el que todos invadiríamos las calles y los bares con un espíritu de fiesta loca, casi de orgía, entre interminables abrazos y brindis. Pronto nos dimos cuenta de que esa explosión de júbilo nunca iba a llegar, porque la nueva normalidad se imponía de manera progresiva, como un ambiente gris que se iba aclarando poco a poco. Lo más parecido a ese día soñado era hoy, cuando por fin nos podríamos quitar la mascarilla en exteriores: era una liberación simbólica, porque nos desprendíamos por fin del emblema de la pandemia, y también una liberación real, ya que llenaríamos nuestras vías respiratorias con el placer añorado del aire sin filtrar. Pero resulta que tampoco se ha producido ese cambio súbito y masivo. Los vizcaínos han apostado, en aplastante mayoría, por salir a la calle con la boca tapada. Parece que la pandemia nos ha educado en paciencia y en prudencia.
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Basta darse un paseo por cualquier zona de Bilbao para darse cuenta de que la mascarilla sigue reinando en las calles. A las nueve y media de la mañana, en un descenso desde Santutxu hasta el Casco Viejo por una Iturribide semidesierta, uno se cruzaba con 23 personas que no llevaban tapabocas y 32 que sí, pese a la facilidad para mantener la distancia de seguridad. Pues bien, esa seguramente ha sido la mayor proporción de caras descubiertas de toda la jornada: a mediodía, en la Gran Vía, se rondaba el 85 o el 90% de embozados. De hecho, incluso daba la sensación de que la gente llevaba la mascarilla mejor puesta que cuando era obligatoria, ya que casi no se veían las clásicas narices al aire. Las encuestas del Gobierno central apuntaban que más o menos la mitad de los vascos habrían preferido prorrogar el uso de la mascarilla, pero está claro que en la práctica ese porcentaje se ha disparado, pese a que el tiempo soleado invita a descubrirse.
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«Vamos a ver, yo estoy deseando quitármela y, de hecho, he bajado desde Santutxu sin ella, pero por esta zona hay más gente. Además, vamos a entrar en tiendas y no tiene sentido andar manipulándola todo el rato, en realidad deberíamos tirarla cada vez que nos la quitamos», explicaba Aimar Gaminde, que daba un paseo por el Casco Viejo con su madre, Isabel, los dos con las mascarillas en la cara. «Yo la llevo por precaución, pero, si veo que en algún momento hay poca gente, me la quitaré. Esta historia todavía no ha acabado, mira lo de Mallorca, pero también creo que es un poco por inercia: es como cuando vas con amigas al monte, que te la quitas, te la pones al cruzarte con alguien y después te das cuenta de que llevas un trecho con la mascarilla puesta sin que haya nadie cerca», reflexionaba Natalia Ontoria, también con la boca tapada. «La verdad es que yo no sé bien por qué la llevo, es la costumbre. En unos días me la quitaré, pero hoy, ya que me la he puesto, me la voy a dejar», aclaraba el joven Unai Fernández, mientras su padre, Íñigo, apostaba por una aplicación inesperada de la desobediencia civil: «¡Lo hacemos por llevarle la contraria a Pedro Sánchez!». Y se reía con los ojos.
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El día en que volvíamos a vernos las caras ha resultado ser muy parecido al anterior, hasta el punto de que a algunos de los 'desmascarillados' se les veía inseguros. Incluso se ponían un poco a la defensiva cuando se les preguntaba, como si tuviesen que justificar un comportamiento perfectamente legítimo. «Nosotros estuvimos viviendo en Suecia hasta septiembre y allí no tenían mascarillas. Al venir aquí, me sentía prisionero, he llevado muy mal lo de no ver las facciones de la gente con la que hablaba. Hoy, sin mascarilla, tengo una sensación de libertad, pero es cierto que al salir de casa nos hemos sentido extraños: hemos mirado EL CORREO en el móvil para confirmar que sí, que era hoy el día en el que se podía salir sin taparse», explicaban Michele y Jeanette Dinelli, un matrimonio de italiano y sueca que paseaba por El Arenal a sus perritos Bruno y Billie.
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«Ya he estado castigado un año y tengo muchas ganas de respirar. ¿Para qué nos hemos vacunado si no? Me siento más libre, pero hoy se está viendo que la gente tiene más miedo de lo que creíamos», resumía Pedro Aurre, que avanzaba a buen paso por el Casco Viejo. Y Agurtzane Jiménez de Vicuña y Fernando Martín venían de darse una larga caminata con su bebé, que les obliga a salir a la calle temprano, demasiado temprano: «Hemos dado una vuelta por San Francisco e Indautxu y nos hemos encontrado lo contrario a lo que esperábamos. Teníamos la sensación de que la mayoría no la iba a llevar y, en cambio, mira... ¡Si se va de lujo sin ella!», celebraba Agurtzane. «A mí, un chaval de mi edad, de treinta y tantos, me ha dicho que la mascarilla está para ponérsela», se asombraba Fernando.
En uno de los asientos circulares de El Arenal, tres señores (Pablo Sánchez, José Corredera y Alfonso Tomé) se dedican a contemplar sin prisas el mundo. Tres cuartos del banco redondo quedan al sol, así que se han juntado en el trocito que ensombrece el árbol. Son un caso estadísticamente raro, porque ninguno de los tres lleva mascarilla.
–La mayoría se la ponen porque son feos –bromea uno–. Yo la llevo en el bolso y me la pongo al entrar a algún sitio, como dice el Gobierno. ¡Hay que hacer caso al Gobierno!
– Yo creo que les preguntamos a ellos mismos por qué la llevan puesta y no lo saben –plantea otro.
–Ahora hay que tener cuidado con la distancia. Hombre, es cierto que nosotros a lo mejor deberíamos estar uno en cada lado del círculo este –reflexiona el tercero.
–¿Y sus sensaciones al sentarse aquí sin mascarilla después de todos estos meses?
–Un placer. ¡Respirar! El oxígeno es la vida.
En las bocas de metro, la gente sale con la mascarilla puesta, como mandan las normas, y casi nadie se desprende de ella al pisar la calle. Una de las excepciones es Koldo Llorente, guía en recorridos por el Casco, que va a tomarse un café rápido antes de reunirse con el primer grupo del día: «Me está sorprendiendo ver gente sola que la lleva aunque no haya nadie en varios metros a la redonda. Mira, como ese –comenta, fiel al hábito profesional de señalar los puntos más interesantes del entorno–. Me está sorprendiendo mucho, no sé si la llevan insconscientemente o si todavía tendrán miedo», dice. En el camino hacia el bar se cruza con Luis Martínez y Belén Rodríguez, turistas de Granada y matrimonio discrepante, ya que ella lleva el tapabocas puesto y él, colgado del cuello. ¿Por qué? «Pues porque a Belén se le ha olvidado quitársela, venimos de ver una iglesia. Es normal que tanta gente la lleve –argumenta Luis–: cuando te han tenido confinado en una jaula y te la abren, te sientes temeroso ante esa libertad repentina».
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