La 'transición' catalana hacia el autoritarismo

El dilema al que se enfrenta el Gobierno de Rajoy no es fácil de resolver: intervenir a priori, y parar el golpe antes de que se produzca, o esperar a que la ley de transitoriedad sea aprobada

Javier Tajadura Tejada

Martes, 30 de mayo 2017, 02:01

La filtración del proyecto de la denominada 'ley de transitoriedad jurídica' para la proclamación de una república catalana independiente y la aprobación de su correspondiente constitución confirman que los poderes públicos de Cataluña tienen ya muy avanzado su plan golpista. Y digo golpista porque esa ... ley no es simplemente inconstitucional porque resulte incompatible con muchos preceptos constitucionales, sino porque su propósito y finalidad es suspender de modo definitivo la vigencia de la Constitución española en Cataluña. Y, por lo tanto, también del propio Estatuto de Autonomía de Cataluña.

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El Parlamento catalán no puede derogar la Constitución española, pero sí plantear un proyecto de reforma de la misma según los procedimientos establecidos. Sin embargo, renunciando a proponer una reforma constitucional y optando por derogarla unilateralmente, se sitúa al margen del Estado de Derecho, en el ámbito del golpismo y la subversión antidemocrática. Por otro lado, la asamblea catalana requiere también de una mayoría cualificada de dos tercios de sus miembros para aprobar reformas del Estatuto de Autonomía. Los partidos independentistas, que no cuentan con la mayoría suficiente para reformar el Estatuto, pretenden con una mayoría inferior llevar a cabo su derogación. Por todo ello, resulta evidente que, desde un punto de vista jurídico, la denominada ley de transitoriedad supone una violación flagrante de la Constitución y del Estatuto, en cuanto que pretende su destrucción. Se trata, en definitiva, de un golpe de Estado cuyo éxito solo podría lograrse mediante un acto de fuerza que el Estado está obligado a reprimir y neutralizar.

Desde un punto de vista político, la ley supone un atentado contra todos los ciudadanos catalanes, a los que se les priva de los derechos y garantías que la Constitución y el Estatuto les reconoce, para vincularlos a un nuevo orden jurídico de corte autoritario. El contenido de la denominada 'constitución' de la República catalana incluye un control de la judicatura y de los medios de comunicación incompatible con el Estado de Derecho.

Frente a todas estas evidencias, los partidarios de la ley de transitoriedad defienden que con ella se pretende sustituir un orden jurídico por otro, de forma análoga a lo que ocurrió en España en 1977-78 en la transición democrática. Efectivamente, en nuestro país el orden jurídico-político franquista fue reemplazado por el vigente ordenamiento constitucional, sin ruptura formal revolucionaria, gracias a la aprobación de la Ley de Reforma Política (VIII Ley Fundamental) por las propias Cortes franquistas. El respeto a la legalidad formal franquista permitió a las primeras Cortes democráticas elegidas hace 40 años (15 de junio de 1977) alumbrar una Constitución democrática. Nada tiene eso que ver con lo que se plantea ahora en Cataluña. En primer lugar, porque como hemos dicho, todo el proceso se plantea al margen del derecho y de los procedimientos de reforma (de la Constitución y del Estatuto) establecidos. Y, en segundo lugar, porque en lugar de transitar de la dictadura a la democracia, se transita de una democracia consolidada integrada en Europa que garantiza a Cataluña el mayor nivel de autogobierno y a los ciudadanos catalanes el mayor nivel de libertad de toda su secular historia, a un régimen con elementos autoritarios.

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En este peligroso contexto, el Gobierno ha anunciado ya su intención de utilizar todos los instrumentos del Estado de Derecho para impedir que el golpe triunfe. Ahora bien, a pesar de tener conocimiento de toda una serie de actos preparatorios, todavía no ha adoptado ninguna medida efectiva para detener el proceso. Este sigue su curso. La cautela del Gobierno, que ayer recibió el apoyo de Pedro Sánchez, es comprensible. El dilema al que se enfrenta no es fácil de resolver: intervenir a priori, y parar el golpe antes de que se produzca, o esperar a que la ley de transitoriedad sea definitivamente aprobada.

La intervención preventiva supondría aplicar el artículo 155 de la Constitución y con la autorización de la mayoría absoluta del Senado emitir una serie de decretos para desplazar competencias de la Generalitat al Estado (especialmente, las de orden público). Esta medida podría no ser bien comprendida por los gobiernos europeos y la opinión pública internacional. Aunque ciertamente los gobiernos francés o alemán, por poner dos ejemplos significativos, no permitirían en ningún caso que algo así ocurriera en sus países. Los independentistas asumirían un papel de víctimas de una agresión española.

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La otra opción que tiene el Gobierno es esperar a que se apruebe la ley. Ese mismo día celebrar sesión extraordinaria del Consejo de Ministros para interponer el recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional. El Consejo de Estado también habría de emitir de urgencia su preceptivo informe. El Constitucional, igualmente, celebraría pleno extraordinario el mismo día para admitir el recurso y suspender la ley. Habrá llegado entonces el momento de la verdad. Si los poderes públicos catalanes siguen adelante, la última línea roja habrá sido franqueada y la aplicación del artículo 155 resultará inexcusable.

Corresponde al Gobierno, con la información de que disponga, valorar y ponderar ambas opciones, y de común acuerdo y con el consiguiente respaldo de los partidos constitucionalistas (PSOE y Ciudadanos), adoptar las medidas necesarias para que la Constitución española siga vigente en Cataluña. En definitiva, para que lo que no lograron Tejero y Milans del Bosch en 1981 no lo consigan ahora Puigdemont y Junqueras.

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