Pongo por delante la conclusión: sólo una sentencia que hubiera condenado a la infanta Cristina de Borbón por el delito de que venía acusada hubiera sido considerada por la opinión pública española como acorde al principio de trato igual de todos los ciudadanos ante ... la ley penal. En otros términos, que la infanta había sido ya condenada por el difuso tribunal de la opinión mayoritaria y que, por tanto, su absolución quedará siempre marcada con la sospecha de constituir un trato desigual a favor de un miembro de la Casa Real. Y es una lástima que esto sea así, porque creo que cualquier observador dotado de conocimientos y práctica jurídica coincidiría en que estamos ante una sentencia, la de la Audiencia de Palma, que aúna el rigor técnico en la aplicación del derecho con un acusado garantismo de los derechos de los acusados. Como debe ser.
¿Se puede tratar a una infanta de España como a cualquier otro ciudadano en un proceso penal? La respuesta intuitiva y enfática, pero simplona, era la afirmativa: no sólo se le puede tratar como a cualquier otro, sino que así debe ser. Pero si se reflexiona un poco sobre el caso y, sobre todo, si se tienen en cuenta las circunstancias sociales y políticas en que este proceso se ha desarrollado, la respuesta era negativa: no, a la infanta no se le ha tratado igual, ni era posible que así fuera. Por la sencilla razón de que sólo por el afán justiciero de demostrar que se le trataba igual ya se le estaba tratando desigualmente. A los ciudadanos corrientes se les trata igual porque nadie piensa en tratarles igual, simplemente se les aplica la ley. En el caso de la infanta, todos (fiscal, juez, tribunal, administración) estaban tan preocupados de exhibir su imparcialidad ante ella y de evitar cualquier sospecha de parcialidad que acabaron convirtiendo su enjuiciamiento en un circo.
Una ciudadana corriente, colocada en el mismo caso que la real persona, no hubiera sido probablemente ni siquiera imputada, menos aún juzgada, aplicando la ley penal como se aplica en España. Las ciudadanas casadas con delincuentes suelen sospechar de lo que hace su marido, incluso pueden saber que no es muy santo, y desde luego se aprovechan de los recursos económicos que el delincuente obtiene. Se fían de su marido al hacer la declaración fiscal por sociedades y no por renta de personas físicas. Pero es que eso no es delito, ni es cooperación al delito ni colaboración necesaria con el delito. Esta sencilla verdad, si aplicada a tiempo, hubiera hecho que la opinión pública no fuese llevada a plantearse si la infanta sabía o no sabía, debiera saber o no lo que exactamente hacía Urdangarin en los años de su carrera empresarial de apropiación de fondos públicos. Pero como no se cortó a tiempo, el juicio público derivó de lo penalmente relevante a lo moralmente exigible y al final a un juicio costumbrista de apariencias y conveniencias. ¿Cómo no iba a suponer? Pero entonces, ¿cómo es que le han absuelto? Por ser una infanta. La conclusión equivocada a un proceso judicial mal planteado. Pero ¡cámbiela ahora si puede!
Sucede, además, que estamos ante un caso judicial de acusado carácter técnico, en el que las conductas juzgadas y los tipos penales a aplicar no eran de los fáciles y sencillos de entender. No era un juicio por asesinato o violación, de los de sí o no, sino uno complicado y de elevado rigor jurídico, en los que no es posible pronunciarse sin conocer a fondo la documentación y las pruebas disponibles. La Audiencia de Palma lo ha hecho después de muchos meses de audiencia pública y otros tantos de deliberación y estudio. Pero la opinión juzga a bote pronto, fundamentalmente por el volumen de las penas impuestas. Y le resulta raro que donde se pedían por la acusación dieciocho años se quede la condena en seis. De nuevo la sospecha. Trato de favor. Cuando, en realidad, lo que las magistradas están diciendo es que, a su juicio, el fiscal no ha conseguido demostrar los hechos constitutivos básicos de una serie de delitos o tramas delictivas de las que acusaba (Valencia, Madrid), por lo que sólo cabe absolver a los acusados de esos delitos. El defecto es de la acusación (¡papelón el del fiscal!), y el triunfo el del Estado de Derecho, que garantiza a todos, incluso a Urdangarin, que no serán condenados sin pruebas suficientes. Que no por ser una figura bastante repelente en el plano estético y público va a ser condenado sin pruebas. Porque, eso sí, cuando toca determinar la gravedad de las penas por lo sí probado, a Urdangarin le aplica la Audiencia la pena correspondiente en su grado máximo «por ser quien era» (criterio de ejemplaridad), mientras que a los demás acusados se les aplica en su grado mínimo. No se diga, entonces, que ha habido benevolencia para con el yerno, porque por serlo ha pagado más.
En los próximos días asistiremos a una última decisión de alto contenido simbólico: la Audiencia deberá decidir si acuerda el ingreso inmediato de Urdangarin en prisión mientras se tramita su más que seguro recurso de casación ante el Tribunal Supremo, o bien si le mantiene en libertad sometido a medidas cautelares tales como la fianza. En puridad, sólo cabe acordar la prisión si las magistradas consideran que hay un riesgo elevado de huida por su parte, puesto que la presunción de inocencia sigue protegiéndole mientras no haya sentencia firme. No cabe duda de que una condena de seis años incrementa el riesgo de que el acusado se evapore. Pero también es cierto que es difícil imaginar a Urdangarin desapareciendo, precisamente por ser quien es. Y de nuevo el reto: ¿cómo tratar igual a quien por definición no es igual? ¿Tarea imposible?
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