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El pasado fin de semana el Partido Popular y Podemos celebraron sus congresos. Esos cónclaves cumplen varias e importantes funciones en la vida de los partidos. En primer lugar, en ellos se procede a la renovación o confirmación de sus líderes y de su dirección; ... en segundo lugar, es el momento en que puede plantearse la renovación del proyecto ideológico mediante el debate y discusión de cuestiones novedosas o la propuesta de soluciones a problemas nuevos; y en tercero, se puede llevar a cabo también reformas de la propia organización interna de la formación, de su estructura y de su modo de funcionamiento. Finalmente, por el eco mediático que suscitan, los congresos son un importante instrumento de propaganda política. En última instancia, son un requisito imprescindible para garantizar el funcionamiento democrático de los partidos políticos exigido por el artículo 6 de nuestra Constitución. Dado que vivimos en una democracia de partidos, es lógico que se exija a estos un funcionamiento democrático. Por ello, algunos ordenamientos obligan a celebrar los congresos con una periodicidad determinada. En el caso de Alemania, por poner un ejemplo significativo, la ley obliga a que se convoquen cada dos años.
Con estas premisas, y desde la perspectiva de la necesaria democratización de la vida interna de los partidos, un análisis del alcance de los recientes congresos del PP y de Podemos nos muestra que, a pesar de las profundas diferencias entre ambos, se ha dado una significativa coincidencia en cuanto al resultado: el reforzamiento de un líder indiscutido -Rajoy en un caso, Iglesias Turrión en otro-, al que se la ha conferido un poder absoluto para hacer y deshacer.
En este sentido, hay que denunciar que en nuestro país los debates sobre la democratización de los partidos se han centrado en la forma de elección de los dirigentes cuando, realmente, esto no es lo esencial. Los líderes pueden ser elegidos directamente por las bases (elección directa) o bien estas pueden designar a unos delegados o compromisarios a los que se les atribuye la elección final de la dirección del partido (elección indirecta). La elección directa responde a una lógica presidencialista y refuerza la legitimidad del líder que puede afirmar que ha sido directamente elegido por las bases del partido. La elección indirecta en los partidos -como en cualquier otro ámbito- opera como un fuerte antídoto frente a tentaciones caudillistas. Los partidos son libres, en todo caso, de optar por cualquiera de esas fórmulas. Pero lo realmente importante para garantizar que la vida del partido sea democrática no es el modo de elección de la dirección, sino las formas de control de esta. Es decir, de lo que se trata es de establecer mecanismos de rendición de cuentas y procedimientos que limiten el poder de la dirección. Son estos mecanismos y procedimientos -y no solo el modo de elección- los que garantizan la democracia interna de los partidos. Democracia que supone la existencia de una élite partidaria (los titulares de los órganos de dirección) susceptible de ser controlada y en su caso renovada.
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Podemos ha optado en su congreso por una forma de participación directa de los inscritos, que ha permitido a 155.000 personas votar y elegir al secretario general, a otros órganos de dirección y los diferentes documentos programáticos y organizativos. Aunque no hubo ningún debate ideológico y, únicamente se reforzó el carácter antisistema del partido, -desde la constante reivindicación de Bódalo condenado a tres años y medio de prisión por agredir a un concejal socialista, hasta las llamadas de Urbán a la revolución y a la desobediencia legal-, en el congreso se libró una encarnizada batalla por el poder entre los partidarios de Iglesias Turrión y Errejón, que se saldó con una clara victoria del primero.
En el caso del Partido Popular, los 3.128 compromisarios eligieron al presidente del partido y aprobaron los diferentes documentos políticos y organizativos. Tampoco hubo grandes debates ideológicos. De hecho, la cuestión más controvertida (y que se resolvió por una diferencia mínima de 25 votos) fue la compatibilidad del cargo de secretario general, ocupado por Cospedal, con la titularidad de un ministerio.
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En definitiva, los dos congresos celebrados el pasado fin de semana no han servido para que las bases de dichos partidos reclamen una rendición de cuentas de sus dirigentes. Rajoy no ha tenido que rendir cuentas de nada porque nadie se lo ha pedido. Iglesias se ha batido con Errejón, pero tampoco ha tenido que responder por su gestión al frente del partido. Por ello, con todas sus diferencias, los congresos del PP y de Podemos han consolidado las tendencias presidencialistas de ambos partidos. Rajoy, con un respaldo a la búlgara de más del 95%, se consolida como líder indiscutible del Partido Popular durante los próximos años. Lo mismo que Iglesias Turrión, reelegido secretario general con el 89% de los votos.
Algunos dirán que esta presidencialización de los partidos -coherente con la presidencialización general de nuestro régimen político- resulta inevitable y que carece de sentido oponerse a ella. En todo caso, lo que no se puede ignorar es que la línea que separa el presidencialismo del caudillaje es muy fina, y que el caudillaje es la negación de la democracia.
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