Hay dones que los carga el diablo. Que alguien le pregunte a Zapatero, por ejemplo, si no acabó del talante hasta el gorro. Lo mismo pasa con el carisma, que no se sabe si es mejor tenerlo o que a uno se le pierda para ... siempre. A Aznar le reprochaban la falta de él y el expresidente incluso se permitió bromear con el asunto cuando fue recibido en Zarzuela después de que ETA intentara asesinarle con un coche bomba. Ser o no carismático nunca ha sido determinante en política: Aznar se lo puso por montera, Urkullu ha construido su relato sobre todo lo contrario, Rajoy se jacta de ser previsible. Carolina Bescansa, que acaba de abandonar la dirección de Podemos por agotamiento, saca fuerzas de flaqueza para achacar la pésima valoración ciudadana de Pablo Iglesias en el CIS (está a la cola) a su deslumbrante carisma. Al ser un dirigente de personalidad arrolladora, viene a decir, no se le quiere. Es cierto que lo que cuenta en política es que te conozcan y que los tuyos te sean fieles, pero también puntúa, y mucho, no despertar rechazos viscerales que ahuyenten el voto refugio de los hartos, los despistados, los volátiles y, en definitiva, los indecisos que alimentan las expectativas de crecimiento de los partidos.
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Iglesias puede jactarse de que su pelea en el barro digital con Iñigo Errejón no ha hundido a Podemos en el barómetro del CIS como sí lo hizo con el PSOE el dramático comité federal del 1 de octubre que precipitó la dimisión de Pedro Sánchez. El dantesco espectáculo les costó a los socialistas un histórico descalabro de más de seis puntos y regaló a Podemos la vitola de segunda fuerza en intención de voto. En puertas de Vistalegre II, los morados la conservan, pero tienen pocos motivos para el optimismo. No solo no despegan y no aprovechan la debilidad del rival -un PSOE fracturado que se prepara para un durísimo combate en primarias del que tampoco saldrá indemne-, sino que siguen lejos, muy lejos, de su declarado objetivo de asaltar los cielos y ganar las elecciones generales de 2020.
Porque, efectivamente, y salvo volantazo inesperado, las generales serán cuando tocan y Rajoy, inquebrantable en su 33% y con la adalid de la operación diálogo', la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, como ministra mejor valorada, se dispone a colocar la alfombra sobre la que transitar, más o menos cómodamente, hasta el final de la legislatura. Los rivales no le inquietan y prueba de ello es que, con el entuerto catalán remando a favor de su Gobierno, cualquier tentativa de forzar un adelanto electoral se da por definitivamente desaparecida de escena. La prórroga presupuestaria tampoco parece una opción factible. Solo queda un camino, abrir, en breve, la negociación presupeustaria con el PNV. Y, una vez que lo haga, nada hace persagiar que no ponga toda la carne en el asador para que fructifique. Y, de paso, dárselas de transversal, eso sí, con los que no pregonan la ruptura de España. Llámenlo carisma.
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