Gira cansina la noria
Los problemas que plantea la reforma constitucional deben ponerse en la balanza para ver si pesan más que los costos que supone la renuncia a acometerla
José Luis Zubizarreta
Domingo, 11 de diciembre 2016, 02:19
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José Luis Zubizarreta
Domingo, 11 de diciembre 2016, 02:19
El aniversario de la Constitución ha sido la ocasión de reabrir el cansino debate sobre su reforma. La actual fragmentación de la política y la emergencia de los nuevos partidos han sido sin duda la causa de que esta vez haya adquirido mayor intensidad. Pero ... no es en absoluto nuevo. Lleva ya más de una década rondando la mente de nuestros políticos sin que haya cuajado en nada productivo. Todo empezó, creo yo, a principios del milenio, cuando Pasqual Maragall quiso promover, siguiendo la senda trazada por el añorado Ernest Lluch, una lectura más austracista de la organización territorial del Estado y optó para ello por lo que más a mano tenía: la reforma del Estatuto catalán. No pasó, sin embargo, su intento de aquella primera propuesta que sólo sería aprobada en el Congreso tras el famoso «cepillado» de Alfonso Guerra.
Provocados en parte por la cuestión catalana, se producirían los tres hitos que han marcado el debate constitucional en esta década. Los tres, por cierto, a iniciativa de un partido socialista que se vio obligado a encauzar las aguas que, agitadas, sobre todo, por su hermano, el PSC, estaban a punto de desbordarse en su seno. El primero sería la todavía tímida Declaración de Santillana de 2003; el segundo, la pregunta que el ya presidente de Gobierno Rodríguez Zapatero dirige al Consejo de Estado en 2005 y éste responde en 2006; y el tercero, la Declaración de Granada de 2013. Los tres, incluido el dictamen del Consejo, apenas sobrepasaron el ámbito del socialismo. La negativa del PP a entrar en el debate les quitó toda posibilidad de proyección externa.
Las nuevas circunstancias que he mencionado, junto con la agudización del conflicto catalán, han flexibilizado la posición de los populares y hecho creer a muchos que el debate podría esta vez arribar a buen puerto. Pero la ilusión pronto ha chocado con la dura realidad. La tibieza del PP, la debilidad orgánica, electoral e ideológica del PSOE y los recelos que suscitan los nuevos partidos, junto con la falta de claridad y definición de todos ellos a la hora de abordar un asunto en sí mismo muy complejo, la han disipado casi por completo. Muy pocos creen ya hoy que sea posible abordar en esta legislatura, tan precaria, una cuestión del calado de una reforma sustancial de la Carta Magna. Constitúyase la subcomisión, que no es poco, y déjesela intercambiar ideas, encargar informes, delimitar temas y preparar el camino para tiempos mejores.
Pero ya desde ahora cabría hacer un par de consideraciones. La primera es, para desengaño de muchos, que el paso del tiempo no facilita, sino dificulta, las cosas. En comparación con el momento constituyente, la disposición de los partidos a buscar un acuerdo es hoy más débil. El estímulo de transitar de la dictadura a la democracia, común entonces a la inmensa mayoría del Congreso, no ha encontrado sustituto que venza las resistencias y discrepancias que aquél sí logró vencer. Más bien, la pulsión política y social que entonces empujaba con fuerza hacia la convergencia se ha visto sustituida por otra de opuesta capacidad centrífuga. De otro lado, los problemas que sin duda plantearía una reforma constitucional deben ponerse en la balanza para ver si pesan más que los costos que ha supuesto la renuncia a acometerla. Y es que si se hubieran abordado las reformas que desde hace tiempo se consideran necesarias, no se habrían suscitado algunos problemas que han devenido prácticamente insolubles.
Malo sería, con todo, que, postergada una vez más su reforma, se siguiera sin explotar los recursos que la Constitución ofrece aun cuando no sea reformada. Valga un solo ejemplo. La propuesta que pueda surgir del Parlamento sobre el autogobierno vasco tratará sin duda de explotarlos al máximo para hacerse valer en el Congreso. De hecho, quien con mayor empeño la promueve, el PNV, nunca ha fiado su éxito a una reforma previa de la Constitución. Ha visto, más bien, en las disposiciones existentes, si se leyeran desde el espíritu y la intención con que fueron escritas, la respuesta justa a algunas de sus reivindicaciones. Si así se hiciera, se habría superado también un buen test para demostrar la disposición de los poderes del Estado a abordar el gran problema que tienen planteado en Cataluña.
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