Violencia y política

La única voluntad popular realmente existente es la que se refleja en las urnas y se representa en el Congreso

Javier Tajadura Tejada

Martes, 1 de noviembre 2016, 01:25

El presidente de Nuevas Generaciones de Bizkaia fue agredido el domingo en un bar del centro de Bilbao. El agresor le preguntó antes si pertenecía a las Nuevas Generaciones del Partido Popular y, tras la confirmación de este dato, le dio un puñetazo. Nos encontramos, ... por tanto, ante un claro episodio de violencia política, que se produce el fin de semana en el que Mariano Rajoy ha sido investido presidente del Gobierno por un Congreso de los Diputados rodeado por manifestantes que proferían consignas antiparlamentarias. Estos episodios vienen acompañados de otros no menos graves como el producido hace una semana, cuando a Felipe González y a Juan Luis Cebrián se les impidió mediante amenazas impartir una conferencia en la Universidad Autónoma de Madrid. Cualquier pretensión de relativizar la gravedad de estos sucesos constituiría un formidable ejercicio de irresponsabilidad. La violencia no puede tener cabida en la vida política de un país democrático.

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La violencia está alimentada por un discurso cuyo común denominador es el rechazo a la democracia parlamentaria. En el pleno de investidura se produjeron intervenciones como las de Iglesias Turrión (Unidos Podemos) o Rufián (ERC) que contenían mensajes injuriosos hacia sus adversarios políticos y de comprensión, cuando no de justificación, hacia los manifestantes que rodeaban el Congreso. Diputados y manifestantes coincidían en calificar de ilegítima la investidura de Rajoy en tanto que producto de una suerte de golpe de estado. Lo cierto es, sin embargo, que eran ellos los únicos que albergaban intenciones golpistas frente a la investidura del presidente, sobre cuya legitimidad democrática no existe duda alguna. El Congreso de los Diputados ha sido elegido en virtud de unas elecciones plenamente democráticas en las que no se ha producido irregularidad alguna por lo que expresa la voluntad del cuerpo electoral. Con arreglo a la lógica del parlamentarismo, el Congreso ha designado por una mayoría simple de sus miembros (170 síes frente a 111 noes y 68 abstenciones) a Mariano Rajoy como presidente del Gobierno. Se trata de una investidura legítima y democrática.

En este contexto, las consignas de quienes rodeaban el sábado el Congreso y los mensajes que, desde dentro del hemiciclo, ponían en cuestión la legitimidad de la investidura, expresaban simplemente el rechazo a los procedimientos parlamentarios y, por ende, a la única democracia posible. Este discurso antiparlamentario y antidemocrático es, en última instancia, la fuente que alimenta la violencia política y debe ser combatido sin cuartel.

Es el mismo discurso que, en los años 30 de la pasada centuria, enarbolaron la extrema derecha y la extrema izquierda para combatir la democracia representativa. A cualquier conocedor de la historia de aquellos años decisivos en los que la democracia estuvo a punto de ser barrida de Europa, las imágenes de los manifestantes rodeando el Congreso recuerdan inevitablemente a los sucesos de París del 6 de febrero de 1934. La Tercera República Francesa vivía una profunda crisis económica, consecuencia de la Gran Recesión de 1929, y una crisis política a causa de numerosos episodios de corrupción. Diversas organizaciones de extrema derecha (las Ligas) convocaron una manifestación que rodeó la Asamblea Nacional con pancartas contra el Parlamento y consignas del tipo «Abajo los ladrones». Dentro de la Cámara se intercambiaron golpes entre los propios diputados. Los manifestantes no lograron entrar en la Asamblea Nacional, pero como consecuencia de los disturbios del 6 de febrero en los que murieron 17 personas, el Gobierno de izquierdas presentó su dimisión. Fue el primer caso en que un Gobierno democrático-parlamentario (de izquierdas) caía como consecuencia de la presión de «la calle» (extrema derecha).

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Afortunadamente, la España y la Europa de hoy poco tienen que ver con la de hace 80 años, pero la esencia del antiparlamentarismo no ha variado. Frente a los acuerdos democráticos alcanzados en el interior del Parlamento, es decir, frente a la democracia basada en la representación política y el compromiso, el antiparlamentarismo apela a la supuesta «legitimidad de la calle» y a las decisiones del pueblo adoptadas fuera del Parlamento, es decir, a una democracia plebiscitaria que la historia ha confirmado es incompatible con la libertad política.

El antiparlamentarismo históricamente ha conducido a la dictadura y ha generado violencia política. Los episodios de violencia política acaecidos en nuestro país los últimos días son también el nefasto resultado del auge del antiparlamentarismo. En un contexto en el que se aspira a que los representantes políticos elegidos por los ciudadanos no cumplan con su tarea y, en lugar de asumir sus responsabilidades, dejen que la gente decida, no puede sorprender que algunos pretendan sustituir los acuerdos democráticos alcanzados en el Parlamento -como la investidura- por las decisiones expresadas en la calle. Ahora bien, esta pretensión de imponer la ley de la calle es sencillamente antidemocrática y golpista.

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La única voluntad popular realmente existente es la que se refleja en las urnas y se representa en el Congreso. Apelar a otra distinta sólo puede conducir a episodios de violencia como los comentados y, en última instancia, a la destrucción de la democracia.

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