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Alberto Ayala
Jueves, 29 de septiembre 2016, 01:50
El PSOE ha sido el gran hilo conductor de cuatro décadas de democracia en España. Las guerras internas obligaron al centroderecha a reinventarse: de la UCD de Adolfo Suárez, que pilotó la Transición junto al PSOE y al Partido Comunista, al PP de José ... María Aznar, que puso fin al largo ciclo felipista. No ha ocurrido lo mismo con el histórico partido que fundara Pablo Iglesias. Y no porque la suya haya sido una historia exenta de intrigas y batallas cainitas; bien al contrario.
Si el PSOE ha sabido liderar durante cuatro décadas a la izquierda en España, en los últimos meses en dura pugna con Podemos, ha sido por dos elementos determinantes. El primero y esencial, el indiscutible atractivo de la oferta política socialdemócrata, clave en la construcción del estado de bienestar del que ha disfrutado Europa durante años. Y un respeto bastante escrupuloso a una serie de códigos de comportamiento interno, como que los fracasos se pagan con la dimisión.
Hoy, el modelo de bienestar europeo es un andamio inestable del que ya han se han desprendido recios tablones. El socialismo acumula derrotas y malas perspectivas en el viejo continente. Y en el PSOE algunos de esos códigos son pasado.
Felipe González, el gran referente sin duda del socialismo español, clamaba sin ambages a primera hora de la mañana de ayer contra Pedro Sánchez poco antes de que los acontecimientos terminaran por precipitarse. El expresidente acusaba al aún líder del PSOE de mentir y engañarle. Era el penúltimo episodio de una caída a los infiernos anunciada.
Golpe de mano
Si duras fueron las palabras de González hacia Sánchez, posiblemente no mucho más amable debió ser la opinión que el secretario general del PSOE en el exilio, Rodolfo Llopis, tenía a comienzos de los años 70 de aquellos jóvenes socialistas del interior, encabezados por un jovencísimo Felipe, que ya en 1972 pretendieron hacerse con el partido enarbolando banderas más radicales que las de una vieja guardia que cumplía 35 años de exilio. No hubo miramientos. En 1974 González se hacía con la makila socialista en Suresnes, una pequeña localidad cercana a París. Elemento determinante: el apoyo de la Internacional Socialista (IS), que se tradujo en la presencia física en el congreso de los máximos líderes del PSF francés y el SPD alemán, François Mitterrand y Willy Brandt.
Las urnas, los españoles, refrendaron la elección de la IS y apostaron también por el PSOE de González como referente del socialismo español frente a los históricos de Llopis y al PSP de Enrique Tierno Galván. Pero no le concedieron el poder, sólo la medalla de plata, el liderazgo de la oposición.
González pensó que la radicalidad que había servido para apartar a Llopis y a los suyos se había convertido en un obstáculo para hacerse con la centralidad y alcanzar el poder. ¿Solución? Se plantó en el 28 congreso del partido, celebrado en mayo de 1979, y propuso a los suyos casi un anatema: que el PSOE abandonara oficialmente el marxismo. «Compañeros, ¡hay que ser socialistas antes que marxistas!», clamó.
Dio igual. Ni los éxitos electorales ni el carisma de Felipe surtieron efecto. El congreso dijo no. González dimitió como marcan esos códigos que hasta ahora siempre habían regido en el partido. Y el PSOE quedó en manos de una gestora.
La 'espantá'
De inmediato un cierto sentimiento de orfandad se apoderó de la organización. Además de que los dirigentes que habían propiciado el revolcón tampoco fueron capaces de conformar una alternativa sólida. La consecuencia: apenas cinco meses después, el congreso socialista, el denominado 28 y medio, renunciaba al marxismo, que quedaba sólo como método teórico de análisis. Y González regresaba al liderazgo del partido por aclamación.
El olfato no le falló a Felipe. En 1982 arrancaría la etapa de oro del socialismo español. Década y media de poder que tocó a su fin por la corrupción, el terrorismo de Estado y la división interna en que derivó la ruptura entre Felipe González y su mano derecha, Alfonso Guerra.
No fue cosa de un día, sino un distanciamiento progresivo. Como la pugna entre el oficialismo y el guerrismo que denominaba a los primeros renovadores de la nada, que se prolongó durante años y dejó cientos, miles de damnificados en unas agrupaciones que se dividieron en el apoyo a uno u otro líder.
No fue la única batalla que se libraría en el postfelipismo. El aparato no tuvo excesivas dificultades para que el moderado Joaquín Almunia sustituyera en 1997 a González en la secretaría general socialista. Pero en 1998 el partido decidió estrenar primarias para elegir candidato a La Moncloa para las generales de 2000. Pese a la guerra sucia, Josep Borrell batió al líder y quedó proclamado aspirante. Las cosas no cambiaron y Borrell, ante la evidente falta de apoyo de Ferraz, aprovechó los problemas fiscales de dos excolaboradores en su etapa de Secretario de Estado de Hacienda para dar el portazo y marcharse.
Almunia fue, por fin, el póster socialista en las generales de 2000. Se estrelló contra José María Aznar: 7,9 millones de votos y sólo 125 diputados. Su reacción inmediata de acuerdo con esos códigos del socialismo español que habían funcionado hasta ahora: dimitió en asunción de su responsabilidad política en la contundente derrota.
También lo haría no su sustituto al frente del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, sino el de éste: Alfredo Pérez Rubalcaba. Eso sí, no a las primeras de cambio. El exvicepresidente y prestigioso ministro del Interior fracasó en las generales de 2011, en las que los socialistas apenas lograron 7 millones de votos y 110 escaños, pero permaneció en el cargo. Hasta el fenomenal batacazo de las europeas de 2014. Ya no aguantó más.
Un semidesconocido Pedro Sánchez fue la gran esperanza blanca que creyó haber encontrado el oficialismo, en especial la gran federación andaluza capitaneada por Susana Díaz para frenar a Eduardo Madina. No sirvió de nada. Un PSOE desgastado por la corrupción y las decisiones de Zapatero y Rubalcaba frente a la crisis y la aparición de Podemos han llevado al socialismo español a tocar fondo elección tras elección.
El órdago
Su actual suelo en el Congreso, los 85 pírricos diputados obtenidos en junio, que Sánchez y su ejecutiva intentaron vender como un logro. Su argumento: que se había evitado por segunda vez consecutiva el sorpasso (adelantamiento) de Podemos.
¿Dimitir por estas derrotas? Al actual líder del PSOE ni se le ha pasado por la cabeza conjugar este verbo y abandonar su despacho de Ferraz. Y eso que él mismo no tuvo el menor empacho en cesar a Tomás Gómez al frente del Partido Socialista de Madrid por unos rumores acerca de su gestión en Parla y sus horribles expectativas electorales.
Todas estas batallas internas pueden parecer escaramuzas menores ante las horas que vive el socialismo español. Sánchez intenta agarrarse al clavo ardiendo de las bases con el no a Rajoy como escudo protector y banderín de enganche. El riesgo de cisma es ya una realidad. Pero aunque se conjure el peligro, la postguerra va a resultar larga, muy larga, y dura, muy dura.
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