El Pleno del Congreso rechazó el miércoles la candidatura de Mariano Rajoy a la presidencia del Gobierno y con toda seguridad volverá a hacerlo hoy en la segunda y última votación prevista en el art. 99.3 de la Constitución. Por segunda vez en el ... mismo año, nos encontramos ante una investidura fallida. En todo caso, se trataba de un trámite de inexcusable cumplimiento. Mariano Rajoy ha cumplido con la doble obligación de exponer un programa de Gobierno y de solicitar la confianza de la Cámara; obligaciones derivadas de su nombramiento por el Rey como candidato a la presidencia. La mayoría absoluta de los diputados le ha negado la confianza. En este contexto es preciso interpretar con rigor lo previsto en el art. 99 (apartados 4 y 5) de la Constitución para el caso de investiduras fallidas.
La investidura fallida abre un periodo de dos meses para que el Congreso pueda investir a un presidente, y en el caso de que eso no fuera posible, prevé la disolución automática de las Cortes y la convocatoria de nuevas elecciones (art. 99.5). Salvo una modificación de la legislación electoral que reduzca la duración de las campañas de dos a una semana, estas habrían de celebrarse el 25 de diciembre. Ahora bien, este es un mecanismo extraordinario al que ya se acudió con excesiva ligereza y notable frivolidad en mayo pasado. Ni puede ni debe ser interpretado como un procedimiento ordinario al que acudir para celebrar elecciones cada seis meses. De hecho, la utilización de este mecanismo supone un caso paradigmático de funcionamiento anormal o irregular de las instituciones.
Lo que la Constitución prevé tras una eventual investidura fallida es que se abra un nuevo proceso de investidura que concluya con éxito. Tal es el sentido del artículo 99.4 que dispone que «se tramitarán sucesivas propuestas». Dada la finalidad del procedimiento y la lógica del sistema parlamentario este precepto no puede ser interpretado como un mero trámite en virtud del cual deban desfilar por la tribuna de oradores distintos candidatos para ser todos rechazados hasta agotar el plazo de dos meses. No se trata de perder el tiempo. De lo que se trata es de evitar la repetición de las elecciones y en definitiva de garantizar «el funcionamiento regular de las instituciones». Que el Congreso cumpla con su primera y principal función en un sistema parlamentario, que no es otra que elegir al presidente del Gobierno.
Los principales partidos políticos, el PP y el PSOE, no han sido hasta hoy capaces de garantizar ese funcionamiento regular del sistema y están sometiendo a las instituciones a un estrés insoportable. En este contexto cobra un especial relieve la función arbitral del Rey, al que la Constitución expresamente le atribuye la tarea de «moderar el funcionamiento regular de las instituciones». En el escenario que se abre tras la investidura fallida de Rajoy, el jefe del Estado con la auctoritas derivada de su neutralidad e independencia es la instancia constitucionalmente legitimada para poner fin a la interinidad actual y, sobre todo, para evitar el fraude a la Constitución que supondrían las terceras elecciones.
Procede por ello abrir una nueva -y definitiva- ronda de consultas. El Rey sólo tiene que proponer a un perdedor. Ya lo ha hecho. Ahora es preciso que proponga a un candidato capaz de suscitar la confianza de la Cámara. Para ello su papel en las consultas necesariamente resultará más activo que el que desempeñó en las anteriores. Respetando escrupulosamente el principio de neutralidad política, la función del Rey consiste en impulsar a los partidos a que propongan candidatos capaces de suscitar el necesario consenso. Su función constitucional le impide proponer a un candidato cuyo rechazo está asegurado. Para ello resultaría muy conveniente modificar el formato de las consultas. Dado que la aritmética parlamentaria requiere que cualquier candidato del PP cuente al menos con la abstención del PSOE, de lo que se trataría es de que el Rey recibiera simultáneamente a los representantes del PP y del PSOE y les urgiera a plantear un candidato con todas las garantías de ser investido.
Un rey neutral no es un rey neutralizado como pretenden algunos. El ejercicio de su función moderadora nada tiene que ver con el borboneo al que se refirió el ministro Margallo. De hecho, el Rey es el único actor institucional que está en condiciones de recordar a Mariano Rajoy y a Pedro Sánchez algo que estos se resisten a aceptar: que ninguno de los dos cuenta con posibilidades para ser investido. El Rey sólo podría proponer a Rajoy nuevamente si tuviera la seguridad de que iba a ser elegido, y lo mismo cabe decir de una eventual propuesta como candidato de Pedro Sánchez. Como ambas hipótesis son política-ficción, y lo son desde diciembre del año pasado, urge proponer a un candidato distinto. En el Partido Popular hay dirigentes notables y sin vínculos con Bárcenas y Barberá que podrían presidir el futuro Gobierno. El PP debe ofrecer al Rey un candidato ganador, esto es aceptable para el PSOE. El PSOE está legitimado para negar su confianza a un candidato determinado -como ha hecho con Rajoy- pero el principio de lealtad constitucional le exige no sólo no impedir la formación de un Gobierno presidido por otro dirigente del Partido Popular sino ejercer una oposición leal y constructiva.
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