Resulta difícil no coincidir con la visión pesimista que, desde hace más de un lustro, anuncia la continua degradación del sistema político español. Muchos pensábamos, ... arrastrados por las modas intelectuales, que las carencias eran básicamente institucionales. Así las cosas, unas cuantas reformas aquí y allá servirían para enderezar un rumbo aciago que estaba germinado mucho antes de comenzar la crisis económica. Pero el problema de fondo parece otro: la visión tradicional de la política, cuyo objeto fundamental residía en abordar a través de bloques ideológicos los asuntos que afectaban al conjunto de la sociedad, ha sido sustituida por una lucha descarnada por el poder, en el que el debate sobre los programas se vuelve trivial, los intereses reales se esconden y la conversación política nacional queda reducida a un espectáculo bochornoso animado por urnólogos y comentaristas que discuten sobre argumentos fútiles y asuntos meramente estéticos.
En esta lucha descarnada lo que al final se resiente es el propio conjunto de normas organizacionales que sirven para conducir el proceso político y electoral. Es inevitable. Los que tenían como objetivo acabar con el régimen del 78 deben de estar esbozando en privado una amplia sonrisa. La multiplicación de actores partidistas no solo está haciendo imposible la gobernabilidad, sino que está obligando a forzar el papel y las funciones de unos órganos constitucionales pensados para un transcurrir más o menos tedioso de la cosa pública. Por ejemplo, el Rey se vio a comienzos de año en la tesitura de tener que provocar, en cierta manera, la propuesta de investidura de Sánchez, para que comenzaran a contar los dos meses recogidos en el art. 99.5 de la Constitución. El líder socialista señaló que la designación del jefe del Estado le obligaba a «explorar acuerdos», cuando parece evidente que tal decisión solo tiene sentido si ya se cuentan con los apoyos parlamentarios suficientes para ganar la votación en el Congreso.
Las cosas no han mejorado tras las elecciones del 26 de junio. Después de que Felipe VI propusiera de candidato a la presidencia a Mariano Rajoy, éste salió de la reunión diciendo que había sido elegido para «formar Gobierno», momento formal que como todo el mundo sabe se produce una vez que el candidato ha sido investido por el Congreso de los Diputados, no antes. Así, de los polvos de la designación de Sánchez han venido los lodos de un errático Rajoy, que en connivencia con la presidenta del Congreso ha amagado con no presentarse a la investidura e incluso postergar la celebración de ésta al momento político que más le conviniera. El resto de formaciones ha aceptado este juego, llegando a señalar que es el líder del PP quien tenía que fijar el día del debate de investidura. Nada más lejos de la realidad: es a Ana Pastor a quien le correspondía la concreción formal y material de esa fecha, acto para el que no obstante debe dialogar con los implicados.
Muchos dirán que este tipo de mutaciones son lógicas, en la medida en que no hay ningún sistema que pueda prever todas las incidencias del devenir político de un país. Sin embargo, resulta palpable que las normas constitucionales se están forzando por falta de lealtad institucional de los partidos, que no están cumpliendo con la obligación fundamental derivada de unas elecciones: formar Gobierno y no repetir los comicios hasta que el resultado sea el esperado. Pero incluso en este ámbito, las cosas parecen susceptibles de empeorar. Como se sabe, Rajoy y Pastor han dispuesto que el debate de investidura sea finalmente el 30 de agosto. Con los plazos automáticos establecidos en el art. 99 de la Constitución y en el 42.1 de la ley orgánica del Régimen Electoral (Loreg), si el resto de grupos decide rechazar el posible acuerdo que alcancen el PP y Ciudadanos y no hay otra alternativa, las próximas elecciones se celebrarían en Navidad. Según algunos comentaristas políticos, la fecha elegida no sería inocente, sino que habría sido buscada para ablandar al PSOE y convencer a Sánchez de que se abstenga en la próxima votación del Congreso.
Más allá del ridículo de celebrar unas elecciones en un día tan señalado, nos encontraríamos con problemas logísticos que a nadie se le escapan. Miles de personas tendrían que trabajar para garantizar el derecho al voto de los españoles, que como se sabe suelen desplazarse a lugares distintos de su residencia habitual para pasar las vacaciones, lo que en cierta manera asegura un alto porcentaje de abstención. Aunque no es descartable que alguna formación juegue con este escenario, para evitar unas elecciones el 25 de diciembre habría que realizar a través del procedimiento de urgencia una modificación de la Loreg, introduciendo una nueva disposición en el art. 42 prevista específicamente para la disolución automática del art. 99.5 (cosa que ahora no ocurre) y cambiando asimismo el art. 51 de la misma ley, que establece los plazos perentorios referidos a la campaña electoral. Obviamente, mucho más fácil que todo esto sería cumplir con la obligación constitucional de elegir presidente, formar un Gobierno y acabar con el lamentable sainete político en el que estamos metidos.
Y ya no digamos que Ana Pastor, ejerciendo de forma independiente las funciones inherentes a la presidencia del Congreso, retrasara unos días la fecha del debate de investidura y acabara con las veleidades de quienes se apropian de las instituciones para satisfacer sus propios intereses.
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