Más de veinte días después de que el Rey propusiera a Mariano Rajoy como candidato a la Presidencia del Gobierno, la Presidenta del Congreso ha fijado el Pleno de investidura para el próximo 30 de agosto. El 31 de agosto, Rajoy se someterá a una ... primera votación en la que requerirá mayoría absoluta para ser investido y de no alcanzarla, el 2 de septiembre se celebrará una nueva votación en la que le bastará con la mayoría simple. De momento, sólo cuenta con sus 137 escaños y la abstención de los 32 diputados de Ciudadanos. 180 diputados han anunciado ya su voto en contra. Por ello, y salvo que el PSOE modifique su posición, la investidura será fallida.
La convocatoria del Pleno de investidura era un acto obligado de la Presidenta de la Cámara, una vez que el pasado 28 de julio el Rey inició el procedimiento previsto en el artículo 99 para el nombramiento del Presidente del Gobierno. La Presidenta ha cumplido con su obligación constitucional pero su autoridad en la medida en que se fundamenta en la independencia con la que ejerce sus funciones- se ha visto muy erosionada. Durante toda la jornada en la que finalmente se anunció la convocatoria del Pleno, en todos los medios se señalaba que «Rajoy fijaría la fecha de la investidura». Ha quedado claro, por tanto, que aunque formalmente se ha cumplido el Reglamento Parlamentario, y el Pleno lo ha convocado la Presidenta del Congreso, de facto, ha sido el Presidente del Gobierno en funciones quien ha decidido el día en que quiere que se celebre el Pleno.
Con la convocatoria del Pleno, se abren tres escenarios posibles. El primero, muy improbable, que el próximo 2 de septiembre, Mariano Rajoy sea investido Presidente del Gobierno con una mayoría simple. El segundo, que sea derrotado en el Congreso de los Diputados, en cuyo caso se abriría el plazo de dos meses para la disolución automática de las Cortes y la convocatoria de unas terceras elecciones. Muchos son los que amenazan ya con ellas. Sobre todo el Partido Popular cuyo eslogan es desde diciembre pasado «O Rajoy o elecciones». La amenaza se basa en una interpretación literal del artículo 99. 5 de la Constitución que por varias razones debe ser rechazada: «Si transcurrido el plazo de dos meses, a partir de la primera votación de investidura, ningún candidato hubiere obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso».
Una interpretación teleológica y sistemática del artículo 99. 5 no permite concluir que el Rey con el refrendo del Presidente del Congreso pueda convocar elecciones cada seis meses, como con cierta frivolidad y ligereza se afirma. Y no porque ello sea ridículo, sino porque es dudosamente constitucional y profundamente antidemocrático. Y porque la finalidad del precepto es otra.
La celebración de unas terceras (y cuartas, etc) elecciones tiene difícil encaje constitucional porque la disolución automática de las Cortes se configura como un procedimiento extraordinario, y de su carácter extraordinario se deriva el que no puede ser utilizado continuamente. El hecho de haber recurrido a él en mayo para encontrarnos en un escenario sustancialmente similar, induce a considerar la disolución automática de las Cortes como un recurso ya agotado y cuya inutilidad ha quedado demostrada.
En segundo lugar, se trata de un procedimiento esencialmente antidemocrático y de ahí también la necesidad de concebirlo como extraordinario. El recurso continuado y fraudulento- a este procedimiento extraordinario no tiene otro propósito que modificar la voluntad del cuerpo electoral. Por decirlo con mayor claridad, de lo que se trata es de repetir las elecciones hasta que salga el resultado que yo quiera. El resultado de la disolución automática es dejar sin efecto la voluntad del cuerpo electoral manifestada en las urnas. Es evidente que la finalidad del artículo 99. 5 no es esa.
La finalidad del precepto es establecer un mecanismo de desbloqueo político en una situación excepcional y por ello grave. Esa excepcionalidad no se da hoy en la política española donde incluso puede ponerse en cuestión la legitimidad de haber recurrido a la disolución automática en mayo. La imposibilidad de formar gobierno obedece a razones exclusivamente personales.
Desde esta óptica, la previsible derrota de Rajoy en la investidura no debe conducir a unas nuevas elecciones, sino a una nueva ronda de consultas del Jefe del Estado al que los partidos acudan finalmente con los deberes hechos y le ofrezcan un candidato del PP, o independiente, capaz de impulsar un programa de gobierno reformista aunque fuera de mínimos- respaldado por Ciudadanos y el PSOE. Este tercer escenario posible demuestra que la alternativa «Rajoy o elecciones» es falsa.
El PP y el PSOE deberían asumir ya que las terceras elecciones no son una opción constitucional y democráticamente legítimas. Pero no porque sean ridículas sino porque serían un auténtico fraude a la Constitución. Para evitar ese fraude, deben crear ya comisiones negociadoras con vistas a lograr un amplio acuerdo político y ofrecer al Rey un candidato ganador en el muy previsible supuesto de que la investidura de Rajoy resulte fallida.
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