Paternalismo político
José Ignacio Calleja
Lunes, 15 de agosto 2016, 20:07
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José Ignacio Calleja
Lunes, 15 de agosto 2016, 20:07
Llamo paternalismo político a una actitud muy extendida entre la gente de la cultura por la que ésta se refiere al resto del pueblo como ... alguien desinformado, fácilmente manipulable y superficial en sus criterios; por tanto, alguien alienado. Cuando esto ha de traducirse en participación política y votos, se entiende que la gente que no vota como yo es facha, si es de las clases más pudientes, o está alienado, si lo considero igual a mí. En su límite, el opinante o vocero concluye con una frase de tenor infumable: cada pueblo tiene el Gobierno que se merece. Seguramente más de un lector que llegue hasta aquí habrá escuchado o dicho con altanería esta sentencia. Queda digno y suena rotundo, pero es inaceptable; de mil veces que lo sienta, mil y una me molesta; y la razón bien clara: expresa un elitismo intelectual, una especie de aristocracia política que no aguanta el más mínimo sentido autocrítico. De hecho, estamos diciendo que «ellos hacen mal lo que yo bien formado hago bien».
Y no, no es verdad; hablando en general, mucha gente puede tener una información política y social limitada, pero aunque le dieras una enciclopedia de datos y juicios, si no quiere arriesgar, si cree que le conviene algo por alguna razón particular (sí, particular), si se reconoce más próximo a unos que a otros por intuición o tradición, no va a cambiar de opinión fácilmente; lo repito, aunque escuche a mil sabios y santos con mil argumentos y cifras, no cambiará sin más. Los filósofos sociales, la gente que crea opinión publicada, todos los que disponen de mil razones para cuestionar a la élite gobernante, y sobre todo, para aspirar a sustituirla, pueden desesperarse viendo el ritmo pausado y desconfiado en que la gente o el pueblo va asimilando lo nuevo, pero lo último, lo inaceptable, siempre es el desprecio vanguardista, y de eso va el cada pueblo tiene el Gobierno que se merece.
Esto me lleva a otra dimensión del problema, y vale la pena pensarlo despacio y con criterio. Trabajar las convicciones por una vida social más justa para todos, y sobre todo para los más ignorados y desposeídos, ésa sí que es una tarea movilizadora y hasta revolucionaria; pero requiere dedicación personal y sacrificio, compartir el ritmo de mucha gente en los pasos y objetivos, confiar en el pueblo y su capacidad de avalar los objetivos con razones, conocer de la diversidad de la gente (lo que raya a menudo con el antagonismo de intereses a corto plazo) y acoger una complejidad social que la realidad diaria hace ridículo negar. En este sentido, el pueblo sí puede ser criticado, claro que sí, pero desde dentro, después de reconocerlo en su diversidad interna y en no pocas solicitudes egoístas de cada sector social, después de razonar con cuidado sobre los porqués de esta diversidad chirriante, etc. Todo menos despachar la crisis política española, por ejemplo, como una cuestión de ignorancia popular, manipulación mediática e inmoralidad corporativa. Hay algo de todo esto, mucho incluso, pero la complejidad social es más profunda que eso y más incómoda de digerir para «el analista neoplatónico y el militante social liberado». El primero conoce la verdad social, lo cree así, y piensa que los demás están sólo tras la sombra de las cosas; y el segundo, si la gente no le da la razón, es que vive alienada y la ruina política es su merecido. Y no es así. Con profundo sentido crítico, desde luego, sin que se nos llene la boca con la gente y el pueblo, pero la universidad, los medios, los profesionales de la cultura y la ciencia ¿confiamos en el pueblo, admitiendo su diversidad, y queriendo ganarla con respeto para libertad y la justicia? ¿Sí? O ¿sólo si piensa como nosotros y a nuestra hechura? ¿Esto es liberarse juntos? No me lo parece.
Yo trato con gente muy sencilla en aldeas y residencias de ancianos, y veo que tienen razones sobre la vida social y su justicia, que no comparto a menudo, pero que no son simple ignorancia o manipulación de los poderosos. Es más sutil que ésta la explicación completa y, por ende, más urgente entresacar sus claves y reconocer su itinerario para mejorarlo como justicia y solidaridad social. En fin, que la gente no se suele equivocar contra sus intereses en política (a mi juicio y a menudo, demasiado particulares y de corto plazo) y que por eso mismo, por ser de sus personas y muy queridos para ellas, hay que tener más respeto con esa gente después de haberlo hablado en libertad. Las ideas y propósito políticos son absolutamente discutibles, las personas y su conciencia son absolutamente respetables. Y, así, a estas personas, a la gente, al pueblo en sus sectores más sencillos y currantes, sólo podemos cuestionarlo en sus razones, temores y opciones, y si no ven lo que otros dicen, o decimos, no lo ven; y mientras no lo vean, nos toca seguir hablando y compartiendo vida y acuerdos transitorios y respetar el punto en que se encuentra ese proceso social que es convivir entre distintos. Quien por distinto reclama la injusticia de un privilegio, es inaceptable; quien por distinto reclama la legítima diferencia, está en su derecho; y el punto de equilibrio de estos dos vectores de la democracia es imposible lograrlo en el formalismo neoliberal, pero tampoco es una solución justa el elitismo que refleja el dicho cada pueblo tiene el Gobierno que se merece. Suena a desdén de vanguardia omnisciente de liberados que lo saben todo para todos y antes que los demás. Y no es así.
Y no, no es verdad; hablando en general, mucha gente puede tener una información política y social limitada, pero aunque le dieras una enciclopedia de datos y juicios, si no quiere arriesgar, si cree que le conviene algo por alguna razón particular (sí, particular), si se reconoce más próximo a unos que a otros por intuición o tradición, no va a cambiar de opinión fácilmente; lo repito, aunque escuche a mil sabios y santos con mil argumentos y cifras, no cambiará sin más. Los filósofos sociales, la gente que crea opinión publicada, todos los que disponen de mil razones para cuestionar a la élite gobernante, y sobre todo, para aspirar a sustituirla, pueden desesperarse viendo el ritmo pausado y desconfiado en que la gente o el pueblo va asimilando lo nuevo, pero lo último, lo inaceptable, siempre es el desprecio vanguardista, y de eso va el cada pueblo tiene el Gobierno que se merece.
Esto me lleva a otra dimensión del problema, y vale la pena pensarlo despacio y con criterio. Trabajar las convicciones por una vida social más justa para todos, y sobre todo para los más ignorados y desposeído, ésa sí que es una tarea movilizadora y hasta revolucionaria; pero requiere dedicación personal y sacrificio, compartir el ritmo de mucha gente en los pasos y objetivos, confiar en el pueblo y su capacidad de avalar los objetivos con razones, conocer de la diversidad de la gente (lo que raya a menudo con el antagonismo de intereses a corto plazo), y acoger una complejidad social que la realidad diaria hace ridículo negar. En este sentido, el pueblo sí puede ser criticado, claro que sí, pero desde dentro, después de reconocerlo en su diversidad interna y en no pocas solicitudes egoístas de cada sector social, después de razonar con cuidado sobre los porqués de esta diversidad chirriante, etc. Todo menos despachar la crisis política española, por ejemplo, como una cuestión de ignorancia popular, manipulación mediática e inmoralidad corporativa. Hay algo de todo esto, mucho incluso, pero la complejidad social es más profunda que eso y más incómoda de digerir para «el analista neoplatónico y el militante social liberado». El primero conoce la verdad social, lo cree así, y piensa que los demás están sólo tras la sombra de las cosas; y el segundo, si la gente no le da la razón, es que vive alienada y la ruina política es su merecido. Y no es así. Con profundo sentido crítico, desde luego, sin que se nos llene la boca con la gente y el pueblo, pero la universidad, los medios, los profesionales de la cultura y la ciencia, ¿confiamos en el pueblo, admitiendo su diversidad, y queriendo ganarla con respeto para libertad y la justici? ¿Sí? O ¿sólo si piensa como nosotros y a nuestra hechura? ¿Esto es liberarse juntos? No me lo parece.
Yo trato con gente muy sencilla en aldeas y residencias de ancianos, y veo que tienen razones sobre la vida social y su justicia, que no comparto a menudo, pero que no son simple ignorancia o manipulación de los poderosos. Es más sutil que ésta la explicación completa y, por ende, más urgente entresacar sus claves y reconocer su itinerario para mejorarlo como justicia y solidaridad social. En fin, que la gente no se suele equivocar contra sus intereses en política, (a mi juicio y a menudo, demasiado particulares y de corto plazo), y que por eso mismo, por ser de sus personas y muy queridos para ellas, hay que tener más respeto con esa gente después de haberlo hablado en libertad. Las ideas y propósito políticos son absolutamente discutibles, las personas y su conciencia son absolutamente respetables. Y, así, a estas personas, a la gente, al pueblo en sus sectores más sencillos y currantes, sólo podemos cuestionarlo en sus razones, temores y opciones, y si no ven lo que otros dicen, o decimos, no lo ven; y mientras no lo vean, nos toca seguir hablando y compartiendo vida y acuerdos transitorios, y respetar el punto en que se encuentra ese proceso social que es convivir entre distintos. Quien por distinto reclama la injusticia de un privilegio, es inaceptable; quien por distinto reclama la legítima diferencia, está en su derecho; y el punto de equilibrio de estos dos vectores de la democracia es imposible lograrlo en el formalismo neoliberal, pero tampoco es una solución justa el elitismo que refleja el dicho, cada pueblo tiene el Gobierno que se merece. Suena a desdén de vanguardia omnisciente de liberados que lo saben todo para todos y antes que los demás. Y no es así.
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