Los internados del miedo
Es mucho más fácil perdonar sus pecados al prójimo que pedirle perdón por delitos que tú mismo has cometido
Pello Salaburu
Viernes, 12 de agosto 2016, 19:51
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Pello Salaburu
Viernes, 12 de agosto 2016, 19:51
Entre 1922 y 1996 más de 10.000 chicas irlandesas, huérfanas, hijas de madres solteras o madres solteras ellas mismas, vieron su vida convertida en un calvario, encerradas durante años en los conventos de las Magdalenas, quienes las tenían recluidas y maltratadas en internados semejantes ... a cárceles. Peter Mullan lo reflejó en la película Las hermanas de la Magdalena, en 2002. Tras el escándalo organizado, el Gobierno impulsó una investigación y Enda Kenny, primer ministro, pidió perdón en nombre del Estado a las supervivientes. Después, el Tribunal de los Derechos Humanos de Estrasburgo emitió una sentencia condenatoria.
Pero aquello es Irlanda. En la misma época, y hasta bien entrados los 80, barbaridades como esas fueron cometidas también en varios puntos de la geografía española: decenas de miles de chicos y chicas de las más variadas edades, niños y niñas de muy pocos años la mayoría, pero también adolescentes e incluso jóvenes de veinte o treinta años, fueron sometidos a la tortura durante muchos lustros. Nadie ha sentido aquí la necesidad de pedir perdón por estos abusos cometidos en centros oficiales. Ningún gobierno se ha ocupado de investigar (muchos de quienes sufrieron en propia carne esas salvajadas siguen vivos, y es de prever que habrá también monjas, curas o cuidadoras sin morir), ni de ponerse en contacto con las protagonistas. Nadie en la Iglesia, salvo excepciones, se ha interesado por estas víctimas a quienes la Transición olvidó en los hospicios. Es mucho más fácil perdonar sus pecados al prójimo que pedirle perdón por delitos que tú mismo has cometido.
El bien documentado libro Los internados del miedo, de Montse Armengou y Ricard Belis (hay también un documental con el mismo título disponible en YouTube) impresiona. Impresiona porque denuncia actuaciones demasiado recientes en el tiempo, recogiendo decenas de testimonios directos de quienes por fin se han atrevido a hablar y a enfrentarse con su propia vida, asumiendo experiencias que por su crueldad habían decidido enterrar en el fondo de sus conciencias para poder vivir. Impresiona saber que todo eso ha ocurrido no lejos de donde vivimos, y que los responsables han vivido, y quizás viven, en la impunidad. Ninguno de los muchos poderes públicos que tenemos se ha sentido inclinado a estudiar un poco el tema y a lanzar al menos, no es mucho pedir, un mensaje cálido y acogedor a las víctimas que, como sucede en muchas ocasiones, parecen conformarse con lo mínimo, con que alguien les pida perdón. Son personas que han pasado por esta vida sin vivirla, mientras el resto miraba y sigue mirando a otro lado. ¿Les suena?
Porque no hablamos de anécdotas, sino de miles de personas sometidas, de forma sistemática y sofisticada y durante años, a las más variadas vejaciones. El hambre, los tortazos, los castigos corporales diarios antes de dormir... era lo habitual en muchos -no en todos- de estos hospicios regentados por monjas y curas de varias órdenes: oblatas, salesianos, adoratrices (quienes no hace mucho recibían de manos del Rey un premio de derechos humanos, qué cosas) o capuchinos. En teoría se tratada de centros de menores protegidos por distintas estructuras del Estado. Todos estos niños tuvieron la mala suerte de haber nacido en el lugar equivocado. Muchos sufrieron graves lesiones físicas y psíquicas que les han acompañado y les acompañan de por vida. Algunos fueron violados y/o condenados a realizar trabajos forzados durante años, confeccionando prendas que acababan en el Ejército, El Corte Inglés y otras compañías que seguramente pagarían a unas monjas ladronas algunos miles de pesetas que en contadas ocasiones llegaron a manos de quienes gastaban su vida en interminables jornadas de trabajo, manipulando peligrosas máquinas industriales. Hubo también niños comprados en hospicios y convertidos en esclavos pastores o mineros, en León y otras provincias. Y hubo quienes acabaron muertos tras recibir una brutal paliza propinada por un cura mientras el resto de los niños miraban aterrados. No faltó quien fuera operado sin estar enfermo y una mujer vive con varias bolas metidas en el pulmón, operada estando sana por un conocido médico que quería experimentar en cuerpo ajeno. El hecho de que las monjas incitasen a los pequeños a gritar «¡meona, meona!» a la niña situada en el centro del corro tras haber mojado la cama durante la noche puede acabar pareciendo una anécdota.
En esta democracia tan aficionada a los sermones, lo único que las víctimas reciben es el silencio por parte de quienes deberían investigar estas salvajadas, para que asuma responsabilidades quien tenga que hacerlo. No quedan ni archivos, destruidos por eso de la protección de datos personales. Tan solo la jueza argentina María Servini de Cubria ha cubierto alguno de estos casos en el marco de su investigación contra los crímenes del franquismo. Aquí reina la impunidad, el olvido y, sobre todo, el desprecio absoluto hacia quienes fueron vejados tanto en el franquismo como en los primeros años de la democracia. Aquellas hijas del pecado estaban condenadas, sin saber por qué, a una vida amarga, terrible, a una vida en la que por toda explicación solo recibían, incluso tras una violación, un «Lo quiere Dios, más sufrió Jesucristo». El cura que se había corrido en la boca de la niña añadía a continuación: «Esto tiene que quedar entre tú y yo, es un favor que le haces a Dios. Eres una guarra».
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