En cumplimiento de lo previsto en el artículo 99 de la Constitución que regula el procedimiento para la investidura del presidente del Gobierno, el rey Felipe VI se reúne esta semana con los representantes de los distintos grupos políticos a los efectos de proponer al ... Congreso un candidato a la presidencia. Las consultas regias se celebran un mes después de las elecciones. El mes transcurrido debería haber servido para que las fuerzas políticas pactasen un programa de gobierno -aunque fuera de mínimos- y forjaran así una mayoría que garantizase la investidura de una persona que suscitase el consenso suficiente para ser elegido. Desde esta óptica, la finalidad de las consultas es proporcionar al Rey la información relativa al contenido y alcance de estos acuerdos y, sobre todo, facilitarle el nombre de la persona que goza de la confianza de la Cámara. Si los partidos cumplen con su función, la del Rey se limita a proponer al candidato que se sabe va a ser elegido.
Ocurre, sin embargo, que los partidos políticos -de la misma forma que hicieron tras las elecciones de diciembre- han vuelto a provocar una situación de bloqueo político. Esa situación se traduce en el hecho de que no existe ningún programa mínimo y consensuado de gobierno, y tampoco ningún candidato que suscite el respaldo mayoritario de la Cámara. En ese contexto, la función del Rey resulta mucho más compleja y delicada. Y ello porque aunque su función es proponer como candidato a un ganador, cuando este no existe, y a los efectos de desbloquear el escenario, debe proponer a un perdedor. Y ello manteniendo una exquisita neutralidad política. Es decir, sin que su actuación pueda ser interpretada como favorecedora de una concreta fuerza política. Ciertamente, esto es lo que según todos los datos va a ocurrir tras la ronda de consultas de esta semana. Ante la ausencia de un candidato con respaldo suficiente, el Rey puede o bien no proponer a nadie o bien proponer a un perdedor para que con su investidura fallida comience a correr el plazo de dos meses para la disolución de las Cortes y convocatoria de nuevas elecciones. Dada la prolongada interinidad del Gobierno y las múltiples razones que aconsejan ponerle fin, el Rey podría considerar, con toda lógica, que su función arbitral exige desbloquear cuanto antes la situación y poner en marcha el reloj electoral. Y en ese caso, ninguna duda cabe que el candidato propuesto para ser rechazado debiera ser el líder del partido con más escaños, es decir, Mariano Rajoy. La propuesta regia del candidato requiere, en todo caso, el refrendo de la presidenta del Congreso.
En este contexto, la eventual negativa de Mariano Rajoy a presentarse a una investidura fallida plantearía una serie de problemas constitucionales graves. Ante la laguna constitucional del artículo 99 que podría provocar una interinidad indefinida al no poder nadie ser obligado por el Rey a presentarse, habría que buscar a alguien que se ofreciera a cumplir ese trámite. Ahora bien, en la medida en que esa búsqueda y designación corresponde al Rey -con el refrendo de la presidencia del Congreso-, su función arbitral se potencia. Dado que la legitimidad de la Corona reside precisamente en esa función arbitral y moderadora que desempeña, resulta crucial determinar, con precisión, su alcance y sus límites. Los límites de la función arbitral del Rey son dos. El primero, el propio texto constitucional. La función arbitral debe desempeñarse con escrupuloso respeto a las disposiciones constitucionales. Esto es algo que conviene recordar puesto que en enero algunos pretendieron quebrantar la Constitución disolviendo las Cortes para convocar unas nuevas elecciones sin debate de investidura alguno. La disolución de las Cortes sólo es constitucionalmente posible sesenta días después de una investidura fallida. Impidiendo estas maniobras, Felipe VI no sólo desempeñó una función moderadora sino que actuó también como un defensor de la Constitución frente a quienes pretendían subvertirla. La tesis de que es posible la disolución sin investidura fallida porque así se hizo una vez en la Comunidad de Madrid es ridícula e insostenible jurídicamente. Que algunos pretendan interpretar la Constitución en contra de su literalidad apelando a una praxis autonómica evidencia hasta dónde ha llegado la decadencia de nuestra cultura jurídico-política.
El segundo límite de la función arbitral es la neutralidad política. El Rey no puede expresar preferencia alguna por determinada fuerza política. Su actuación debe ser siempre suprapartidista. Por ello, el Rey en el contexto de las consultas -en contra de lo que algunos pretendían- no puede solicitar el voto que favorezca al líder de una concreta formación política.
Respetando estos dos límites, y en un escenario como el actual, la función arbitral tiene un alcance mayor del que muchos admiten. Manteniendo un escrupuloso respeto a las disposiciones constitucionales y al principio de neutralidad política, el Rey, en sus conversaciones con los distintos representantes políticos, puede buscar los puntos de encuentro existentes. Puede constatar que hay bases para un consenso y, en consecuencia, impulsarlo. Igualmente puede confirmar que el bloqueo político es producto de una excesiva y peligrosa personalización de la política y, en consecuencia, advertirlo a los partidos. Finalmente, puede concluir que el candidato a la presidencia debe reunir unos determinados requisitos para ser respaldado por la mayoría e instar a los partidos a facilitar nombres de personas que los cumplan. Y que no necesariamente tienen que ser miembros del Congreso.
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