No deja de ser una singular paradoja que el Reino Unido, la cuna de la democracia parlamentaria, haya convertido la institución del referéndum en un instrumento fundamental para la adopción de decisiones políticas. El referéndum es un mecanismo propio de la denominada democracia directa o ... de la identidad según la cual es el propio «pueblo» quien directamente y sin intermediación alguna adopta las decisiones políticas. La democracia parlamentaria (o representativa) se caracteriza, por el contrario, por el hecho de que los ciudadanos delegan el poder en sus representantes. Es un hecho reconocido incluso por su principal defensor, Rousseau, que la democracia directa sólo puede funcionar en comunidades políticas muy reducidas. Al margen de ello, las ventajas de la democracia parlamentaria sobre la directa son también fácilmente comprensibles. El principio de división del trabajo unido al hecho de que muy pocos ciudadanos disponen de información para pronunciarse sobre la infinidad de cuestiones que afectan a la gobernación de un país, determinan que la democracia representativa sea la única forma viable y deseable de democracia.
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La denominada democracia directa y, concretamente, el referéndum como uno de sus instrumentos básicos resulta, además, en muchas ocasiones, incompatible con los principios y valores sobre los que se sustenta el Estado constitucional. Ello explica que en algunos lugares, como Alemania, los referendos estén prohibidos y, en otros, como España, sujetos a una regulación bastante restrictiva. Es cierto que pueden ser empleados a nivel local o municipal para adoptar decisiones sencillas, pero su funcionalidad no puede ir más allá.
Todo lo anterior sonará a herejía para quienes tienen una concepción «decisionista» de la democracia y la reducen a una cuestión cuantitativa según la cual la voluntad del 51% de los ciudadanos debe imponerse a la voluntad del 49%. Ocurre, sin embargo, que la democracia constitucional, tal y como se ha desarrollado tanto en EE.UU como en Europa, es algo sustancialmente distinto. La democracia no es decisión, sino acuerdo, pacto, compromiso, transacción. La democracia es un acuerdo entre mayoría y minoría, en el que la minoría de hoy es potencialmente la mayoría de mañana y en el que, por eso mismo, todo acuerdo puede y debe ser revisable, es decir, reversible. No hay democracia sin respeto a las minorías y a sus derechos. Si el referéndum satisface estos requisitos podrá ser considerado democrático; si no los cumple, no.
En el caso de los referendos convocados por el primer ministro británico, David Cameron, para que los escoceses se pronunciaran sobre su permanencia en Reino Unido, y para que los británicos lo hicieran sobre su continuidad en la Unión Europea, esos requisitos no se dan. Entre otras cosas porque al reducirse el debate a una formula binaria en el que sólo cabe un sí o un no, se hace imposible cualquier tipo de acuerdo o transacción entre la mayoría y la minoría, y sobre todo, porque un eventual triunfo del sí (esto es, de la ruptura del Reino Unido o de la Unión Europea) supone un viaje de ida sin billete de vuelta, esto es una decisión irreversible, y por ello antidemocrática.
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A mayor abundamiento, en los referendos de Cameron se atenta contra un principio político-jurídico inherente a la teoría y la praxis de la democracia: lo que a todos afecta por todos debe ser decidido. No se puede dejar exclusivamente en manos de los escoceses el futuro de Reino Unido ni tampoco dejar en manos de los británicos el futuro de la Unión Europea. Los referendos son legales pero atentan contra este principio democrático básico.
Finalmente, un repaso a la historia de los referendos celebrados en Europa en los últimos 50 años pone de manifiesto que estos han acabado siempre convertidos en plebiscitos sobre el dirigente político que los convoca. Es decir, en la práctica los electores no se pronuncian sobre lo que en cada caso se les pregunta sino a favor o en contra de quien los convoca, es decir de quién hace la pregunta. En Francia, el general De Gaulle convocó en 1969 un referéndum sobre la reforma del Senado y lo perdió. Aunque muy pocos franceses estaban interesados en lo que era un tema menor, la mayoría acudió a votar no en el referéndum para expresar su rechazo al viejo general. De Gaulle perdió el referéndum y como era un verdadero demócrata, aunque no estaba obligado a hacerlo, abandonó la presidencia de la República. Cuatro décadas después, su sucesor Chirac convocó un referéndum sobre el Tratado Constitucional Europeo y también lo perdió, pero no dimitió. Los franceses expresaron su rechazo a Chirac más que al Tratado. Lo mismo cabe decir de los dos únicos referendos celebrados en España, el primero convocado por Felipe González sobre nuestra continuidad en la OTAN, y el segundo por Rodríguez Zapatero sobre el Tratado Constitucional Europeo. Los referendos se convirtieron en plebiscitos sobre los presidentes mencionados.
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Estos y otros casos que se podían traer a colación ponen de manifiesto que los referendos sólo sirven para polarizar a la sociedad y obligarla a optar por respuestas simples a problemas complejos. Los referendos no sólo no contribuyen a reforzar la democracia, sino que transformados en plebiscitos para lo que han servido es para erosionarla. En manos del populismo se configuran como un instrumento formidable para asestar el golpe definitivo a la democracia constitucional y a la Unión Europea.
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