La mayor parte de los medios de comunicación ha interpretado que el proyecto de ley presupuestaria que recientemente se ha votado en el Parlamento de Cataluña, se correspondía con los ingresos y gastos previstos para el año 2017. Es conveniente salir del equívoco: lo que ... la mayoría parlamentaria ha rechazado, a través de enmiendas a la totalidad de devolución, eran los presupuestos para el año en curso. Porque desde que Artur Mas comenzara la escapada independentista en el 2012, en Cataluña se han prorrogado casi siempre las cuentas del año anterior, hurtando al Gobierno autonómico del instrumento esencial para poner en marcha el programa político y electoral de los partidos que lo sostenían.
Este año los presupuestos eran decisivos. No porque fueran más expansivos o más atentos a los acuciantes problemas sociales que se viven en el Principado. Lo eran porque debían dar soporte al proceso independentista: se trataba de financiar adecuadamente las nuevas estructuras de Estado e impulsar la ley de transitoriedad jurídica que los consejeros áulicos de la Generalitat habían ideado para hacer efectiva la secesión en 18 meses. Han pasado casi nueve meses desde las elecciones plebiscitarias del 27 de septiembre, y todas las intentonas del Parlamento e instituciones regionales para desconectar normativamente con España están empantanadas, camino de anularse, en el Tribunal Constitucional.
Como se sabe, la mayoría parlamentaria que apoya al Gobierno de Puigdemont está compuesta por Junts pel Sí y la CUP. La elección del presidente de la Generalitat fue un drama que casi aboca a las elecciones en el mes de enero. Finalmente, en una maniobra esperpéntica, el líder del proceso independentista, Artur Mas, fue descabalgado para que la formación antisistema otorgara su apoyo en la investidura. Desde ese momento, han pasado pocas cosas de relevancia, excepto una: la CUP, partido antisistema, ha alcanzado la centralidad discursiva en Cataluña, convirtiéndose en la formación que decide el ritmo político y el contenido de las principales decisiones que se adoptan en muchas de las instituciones.
Yerran por tanto Mas y Puigdemont cuando declaran sentirse engañados y estafados por el partido de Gabriel, Baños o Fernández, señalando que no son socios de fiar. Yerran o no dicen toda la verdad. La CUP es una formación asamblearia, por lo que la posibilidad de que los pactos y los acuerdos que suscriben gocen de estabilidad es bastante improbable: cada toma de posición importante se somete a la voluntad democrática de las bases. Todo el mundo lo sabe. Por ello, cabe pensar que el desacuerdo presupuestario sea en realidad una rectificación en toda regla, que sin duda afecta de lleno a las esperanzas y expectativas de los que veían cercana la independencia. Resulta difícil de creer que de la imaginación de Junqueras o Turull no pudiera salir alguna propuesta concreta para satisfacer simbólicamente a la formación anticapitalista. Precedentes no faltaban.
Esta hipótesis parece confirmarse con la propuesta realizada por Puigdemont en el mismo pleno que daba por finiquitado el proyecto del presupuesto para este año. Se someterá a una cuestión de confianza en el mes de septiembre ante el Parlamento catalán. Es probable que el presidente y lo que queda de Convergència hayan incluso pensado en disolver la Cámara y convocar elecciones. Ello es imposible por razones jurídicas y políticas: el Estatuto de Cataluña impide ejercer esta facultad durante el primer año de legislatura y el partido que ha gobernado Cataluña durante casi 30 años está inmerso en un proceso de reconversión en el que busca renovar liderazgos y dar sentido a un proyecto ideológico desnortado. En este escenario, conviene no mermar aún más un poder electoral en franco declive.
La cuestión de confianza es uno de los instrumentos clásicos que articulan la responsabilidad del Gobierno frente al Parlamento. Se utiliza para medir el grado de apoyo con el que cuentan los ejecutivos, como consecuencia del descrédito ante la opinión pública o la falta de apoyos parlamentarios. Su contenido puede versar sobre el programa, una declaración de política general o sobre una decisión de excepcional trascendencia, como puede ser el caso. Basta la mayoría simple del Parlamento catalán para que la moción de confianza salga adelante. Si no consiguiera esta mayoría, cesaría automáticamente y la Cámara debería elegir un nuevo presidente, no se convocarían elecciones de forma inmediata.
Se suele decir que las mociones de confianza son instituciones de escasa utilidad: nadie las presenta si no son para ganarlas. Es este el motivo por el cual no se presentará en los próximos días, sino en el mes de septiembre. Da la sensación de que Junts pel Sí ha puesto en marcha una política de tolerancia cero con la CUP, por lo que parece muy improbable que se intente reeditar de nuevo un acuerdo destinado a la incertidumbre permanente. Queda un cálido verano por delante, donde Puigdemont tendrá que aprovechar las vacaciones para buscar nuevos aliados si no quiere convocar de nuevo elecciones y condenar a Cataluña a un caos institucional sin retorno. Sin embargo, la concreción de los aliados dependerá del resultado electoral del 26 de junio y de las negociaciones posteriores para formar el Gobierno central. Hay que ser muy optimista para pensar que todo esto pueda llegar a buen puerto.
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