Afinales de la década de 1990 comenzó en Latinoamérica un nuevo ciclo político. Se consolidó la ola democratizadora que en los años ochenta había liquidado a regímenes autoritarios y empezaron a emerger gobiernos de izquierda, de signo populista, característicos de la zona desde hace más ... de diez años. Su discurso, enfrentado al proceso globalizador, con apelaciones indigenistas y llamamientos a una presunta voluntad popular como legitimación última de sus programas, ha incluido liderazgos carismáticos que buscan la identificación del dirigente con partes considerables de la población.
Llegó a hablarse de 'socialismo del siglo XXI', cuyo principal mentor fue Hugo Chávez, basado en la democracia participativa, las organizaciones de base, el desarrollismo regional y un anticapitalismo equiparado a posicionamientos antiestadounidenses. La 'democracia revolucionaria' sería la fase para llegar a un socialismo de contenido difuso pero que incluiría fuerte intervencionismo estatal y medidas que paliasen las desigualdades.
Este populismo de aire progresista ha tenido gran ascendiente en la izquierda española. De allí ha llegado buena parte de la nueva retórica, tales como el latiguillo 'empoderamiento', los llamamientos a colectivos difusos enmascarados aquí con el término la gente o la idea de que medidas contundentes transformarán radicalmente la sociedad, además de arreglar en un plis plas los problemas complejos. También han aportado los nuevos sistemas organizativos, basados en los círculos y los llamados movimientos sociales, voluntaristas, en vez de en fórmulas sindicales estables; o los mecanismos asamblearios que se presentan como la democracia directa, e incluso la tendencia a la identificación con el líder mesiánico que nos traerá la salvación.
Esta influencia no se explica sólo por las ayudas venezolanas. El socialismo del siglo XXI queda como la única oferta rupturista que se encuentra hoy en el mercado de las ideologías revolucionarias, tras la debacle comunista. Tienen la ventaja de su heterogeneidad, con una fraseología que puede satisfacer al mismo tiempo al radical antisistema y al revolucionario que se tiene por realista. Los reclamos nacionalistas frente al imperialismo o las movilizaciones populares casan bien con los imaginarios rupturistas que se sienten encarnación de un pueblo en marcha.
La evolución actual de Latinoamérica sugiere que el ciclo populista toca a su fin. Para los bolivarianos, lo reflejan la desafección popular que hoy castiga al chavismo venezolano, con una rotunda derrota electoral, o los apuros de Evo Morales en Bolivia, donde un referéndum ha rechazado su intento de perpetuarse en el poder. Y, en general, hace aguas la izquierda latinoamericana que se reconoció como un bloque. Cristina Kirchner perdió el poder en Argentina y el Partido de los Trabajadores brasileño parece en descomposición, con peticiones masivas de la dimisión de Rousseff tras las serias denuncias de corrupción del sistema. Afectan a Lula, cuya honestidad parecía fuera de toda duda y que mantenía el prestigio internacional y la imagen de seriedad política, alejada del histrionismo populista de Chávez. Las manifestaciones de los movimientos sociales en apoyo al Gobierno y las acusaciones de que todo se debe a una conjura elevan la tensión, pero no diluyen las sospechas de que el Gobierno está herido: tiene que acudir a las movilizaciones para sostenerse, como si no bastara la investigación para evidenciar la falsedad de las acusaciones.
El fin del ciclo populista presenta algunas características que tendrán importancia política. Llega por la pérdida de apoyos populares, pues no resultan creíbles las acusaciones de conspiraciones urdidas por Estados Unidos. Las izquierdas conquistaron el poder enarbolando las denuncias a la derecha por sus prácticas corruptas, pero han caído también en la tentación. O en la agresividad antidemocrática de Maduro. Y, como telón de fondo, está la imagen de unos regímenes que se basaron en promesas de mejoras drásticas que no se han producido, por lo que dejan de seguirlos las masas que los apoyaban.
En realidad, no se está produciendo nada distinto a lo habitual en los sistemas democráticos. Buena parte de la izquierda latinoamericana ha demostrado entusiasmo populista y voluntad de eternizarse en el mando, pero llegó al poder porque sus ofertas lograron los votos democráticos. Estos Gobiernos consiguieron una estabilidad inhabitual en el continente, pero comienzan a perder los respaldos populares, por incumplimiento de promesas, por cansancio de la gente o porque la oposición ha mejorado sus alternativas. Nada fuera de lo normal. Si las ideas de que se acaba un ciclo y de que los populismos de izquierda pueden salir del poder causan extrañeza, e incluso alarma en algunos ideólogos, se debe a la imagen de que su acceso al Gobierno no constituía propiamente una alternancia política sino una especie de conquista popular definitiva, preludio de futuros avances progresistas. En el fondo, subyace la idea de que el populismo de izquierdas tiene un plus democrático y de legitimidad.
La asimetría de esta visión anticipa un fin de ciclo complicado, a lo que podrían contribuir las fragilidades de unas derechas que tampoco tienen gran tradición democrática. Otra cuestión es qué influencia tendrán en nuestras izquierdas bolivarianas los descalabros democráticos de sus mentores. No cabe imaginar que sea mucha, pues no hay peor ciego que el que no quiere ver. Dependencias económicas al margen.
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