Es verdad. Esto que se ha oído varias veces durante esta semana es cierto: aunque no se ha disuelto ni ha entregado las armas, hace cuatro años que la banda no mata. Se trata de un hecho sobresaliente, que hace posible que todo el mundo ... viva mucho más tranquilo y con la mirada puesta en cosas de más interés. Hasta ahí estamos todos de acuerdo. Las divergencias comienzan cuando las consecuencias que pudieran derivarse de ese hecho objetivo no se comparten. No hay por qué hacerlo, pero conviene distinguir distintos planos en estas consecuencias, porque de otro modo se corre el peligro de mezclar churros con merinas.
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Parece que en principio no debiéramos tener objeciones para admitir la legitimidad de actuación que asiste al partido heredero de aquel otro que apoyaba a ETA. Se trata de un partido plenamente legal que va a intentar, como el resto, acaparar todo el poder posible y gestionar nuestras vidas, si puede, de acuerdo a su ideología y a sus propuestas políticas concretas. Una ideología cada vez más difusa, por cierto (¿habla alguien ahora de una Euskadi independiente y socialista?), y una práctica política nefasta en aquellos sitios (Gipuzkoa y San Sebastián) en donde han podido gobernar en solitario. Son otros partidos, en particular el PNV, quienes han asumido la herencia de una actuación tan ideologizada y llena de principios abstractos como paralizante en la práctica del día a día. Ser radicales en lo ideológico y críticos con el vecino funciona muy bien delante del ordenador o de una taza de café, o incluso en una reunión en la que se pone cara estreñida como de hacer grandes aportaciones a la historia, pero fracasa de forma estrepitosa cuando se trata de organizar le gestión de los residuos, apoyar la generación de empleo o de organizar un poco Donostia 2016. La caída de votos les supuso, en cualquier caso, un baño de realismo, para darse cuenta de que hablar en nombre del pueblo y dar por sentado que todos los ciudadanos vamos a acabar rendidos ante su palabrería son cosas diferentes. Ahora se sitúan en una vaga posición de izquierda, que comparte con otros grupos de izquierda la idea de que hay que distribuir con generosidad la riqueza económica del país, surgida de forma misteriosa no se sabe bien de dónde, para que nuestra sociedad sea cada vez más igualitaria. Pero el caso es que Sortu o Bildu son asociaciones de cuya legalidad nadie debe dudar. Se puede coincidir o no con ellos. Se puede confiar o no en ellos. Se puede coincidir o no con sus propuestas. Pero son esos límites prácticos, y no solo ideológicos, al igual que sucede con cualquier otra formación política, los que debieran marcar la actitud del resto de los partidos en sus relaciones. Esta es una primera consecuencia que debiéramos tomar en consideración.
Tal como se han desarrollado al final la historia, muchas personas acaban enlazando una segunda consecuencia con esa primera, metiendo en el mismo saco dos cosas que son bastante distintas. ¿Aceptar su actividad como partido político equivale a pensar que cuando nos enfrentamos con nuestro pasado lo debemos hacer también en igualdad de condiciones y que, por tanto, el resto de partidos y la propia sociedad debe rebajar el nivel de exigencia en esa mirada? En mi opinión, en absoluto. La izquierda patriótica lo tiene claro ahora: la violencia es muy mala y bajo ningún concepto es admisible. Pero eso vale de cara al futuro. Porque si sirviera de cara al pasado deberían concretar un poco la denuncia. «La violencia venga de donde venga», «todo tipo de violencias», «sufrimiento de todos», etc., son expresiones huecas, en boca precisamente de quien es capaz de realizar denuncias en otros ámbitos con todo lujo de detalles. ¿Le valdría a la izquierda patriótica que el presidente del PP respondiera a la pregunta de un periodista sobre la actividad de cierto tesorero del partido que la corrupción, sea quien sea el corrupto, está muy mal? ¿Aceptarían eso como respuesta? ¿O que Rajoy responda que faltar a las promesas del programa electoral, lo haga quien lo haga, no es digno de un gobernante? ¿Y que añadiera en ambas respuestas algo así como que en esto de la corrupción y de la crisis todos hemos sufrido mucho? O que preguntado sobre la dispersión de presos, ¿responda que la dispersión, suceda donde suceda, está muy mal?
Esa es la razón por la que creo que en este tema no podemos bajar la guardia. La izquierda patriótica, como el resto de la sociedad, quiere cerrar página. Lo quiere hacer incluso de manera formal, con un documento que recoja este nuevo tiempo. Se le puede llamar a eso plan de paz, plan de convivencia o como lo que realmente es, un epitafio moral. Para ello procura arrimar el ascua a su sardina, evitando cualquier expresión que le suponga asumir el mínimo riesgo sobre su responsabilidad con el pasado. Muestra una enorme constancia en esta actitud, apoyada por el inefable Currin, los múltiples muñidores internacionales del final, y otros apoyos varios incrustados en partidos de limpia tradición democrática. Escudados en el terror practicado por algunos grupos policiales y de extrema derecha, tiene mucha más importancia para ellos no condenar a la banda de forma expresa que el reconocimiento a la verdad, a la justicia y a la reparación de las víctimas. De hecho, parecen no tener reparo en aceptar esto último, así, en abstracto, siempre que lo otro, lo concreto, quede olvidado. Mal asunto: no hay, no debería haber, posibilidad común de cierre en esas condiciones.
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