NACIONES NATURALES
En el inventario de las víctimas del terrorismo suele omitirse una, simbólica nada más pero tampoco nada menos: la España constitucional y estatutaria
Fernando Savater
Viernes, 25 de septiembre 2015, 20:02
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Fernando Savater
Viernes, 25 de septiembre 2015, 20:02
Comprendo la indignación de mucha buena gente ante el exhibicionismo frenopático de Sabino Cuadra en el parlamento español del que (aunque nos duela tanto a ... él como a mí) forma parte. Los que justificadamente se sienten ofendidos como ciudadanos ante ese comportamiento, más propio de un cabestro que de un parlamentario, querrían que la alta institución a la que, ay, pertenece le sancionase ejemplarmente. No seré yo quien les lleve la contraria. Ya está bien de que los comportamientos más incívicos por parte de quienes deberían por su posición dar ejemplo de todo lo contrario acaben como simples anécdotas más o menos chuscas para entretener a los asiduos de YouTube, sin mayores consecuencias punitivas para sus lamentables protagonistas. Porque un cargo público no sólo se corrompe económicamente, sino también cuando convierte en circo obsceno, ridículo o ambas cosas el mandato que ostenta.
Pero por otra parte el diputado Cuadra (qué tino el del azar con este apellido, como con el de Botín, Matanzas, Cuevas, Mato), con su deliberado desmadre, no deja de prestar un servicio sin querer a nuestra democracia. Muestra a las claras el rostro agresivo y obtuso del separatismo que hemos padecido y seguimos padeciendo en el País Vasco. Esas páginas arrancadas y rotas en público de la Constitución significan la ruptura indecente de acuerdos, transacciones, discusiones largas, muestras mutuas de buena voluntad, renuncia a prejuicios para propiciar la armonía. El desprecio a todo lo que se ha hecho en España, y por supuesto en esa parte de España que es el País Vasco, para liquidar los rencores y llagas de la Guerra Civil, de todas las guerras civiles que a partir del carlismo decimonónico nos han bloqueado el camino a la modernidad liberal, progresista, laica y plural. Seguimos siendo territorio propicio a los talibanes que condenan todo lo que une a lo que desde hace siglos está unido e invocan una separación que nos dejaría solos en la peor compañía posible. Nos veríamos condenados a vivir en la cuadra, en el reino de los relinchos que sustituyen a las palabras y de las coces que suplen la falta de argumentos. Es una ventaja que gracias al numerito parlamentario de don Sabino aquellos que, a partir de la inactividad letal de ETA, son propensos a olvidar demasiado pronto lo que tenemos enfrente recobren apresuradamente la memoria. De modo que ha cumplido un papel higiéniconunca mejor dicho.
Porque cuando se hace el inventario de las víctimas del terrorismo, que algunos tratan de emborronar incluyendo otros sucesos no menos condenables pero de distinta condición, suele omitirse mencionar una víctima principal, simbólica nada más pero tampoco nada menos: la España constitucional y estatutaria, es decir la nación convencional de los acuerdos y debates frente a la nación natural de la leyenda genealógica. A estas alturas del siglo XXI, con cientos de miles de personas huyendo de estirpes inmutables enfrentadas y de teocracias asesinas en busca de la convención protectora de una ciudadanía basada en derechos y deberes, no en los ancestros y la mitología cultural, es realmente indecente tratar de regresar a factores étnicos que no son mejores que el racismo y la xenofobia aniquiladora que llevaron a la muerte a millones a lo largo del siglo pasado. La ciudadanía no es un fruto natural de la tierra o los ancestros, sino una convención democrática esencial establecida como vínculo entre cada uno de nosotros y el Estado de Derecho. Dentro de los límites establecidos por la ley constitucional que nos reconoce como ciudadanos, cada cual puede perfilar su identidad cultural y biográfica o mejor sus identidades, porque cualquiera de nosotros tiene muchas diferentes según se considere hijo de sus padres, amante, esposo o esposa, progenitor de sus hijos, profesional, partícipe en determinada lengua o tradiciones, creyente o incrédulo en las ofertas religiosas vigentes, etc Somos protagonistas de una leyenda única e irrepetible que cada uno nos vamos contando a nosotros mismos y exteriorizando al modo que nos parece oportuno. Tal es la intimidad de lo que somos, de lo que sentimos o queremos ser, pero nuestro estar en común queda determinado por la identidad democrática que compartimos.
No hay Estados de derecho que dependan de la naturaleza o de fantásticos pueblos prepolíticos que acechen en la nube del pasado milenario y milenarista, esperando su ocasión para regresar al presente e imponer su dictado ahistórico -paradójicamente llamado a veces derecho histórico- sobre las instituciones plurales vigentes en la modernidad. Son esos intentos retrógrados y atávicos los que convierten a los ciudadanos realmente existentes en esclavos de identidades cerradas y prefabricadas o en exilados de su propio país, o sea que los condenan a la tribu o a la fuga. Ya ha ocurrido trágicamente otras veces y no podemos permitir que vuelva a suceder, al menos no sin resistencia intelectual, moral y política.
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