Felipe, Duran y los otros
El expresidente y el líder de Unió coinciden en el sentimiento de que todo está discurriendo en Cataluña al margen de lo que ellos dos siempre propugnaron
antonio elorza
Martes, 8 de septiembre 2015, 02:28
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antonio elorza
Martes, 8 de septiembre 2015, 02:28
Felipe González y Josep Antoni Duran i Lleida son dos de los políticos que en su acción pública han contribuido a armonizar las relaciones entre Cataluña y el resto de España. Nada tiene de extraño, pues, que ambos hayan decidido tomar la palabra cuando la ... actual hegemonía independentista se encuentra a punto de quebrar definitivamente la trayectoria que ellos lograron definir. El antiguo líder del PSOE lo hace en una carta dirigida A los catalanes, en calidad de simple ciudadano comprometido con los problemas del país, y Duran i Lleida como presidente de Unió Democràtica de Catalunya, y explícitamente en respuesta cordial al texto de Felipe González, y de paso también «a los españoles».
Una primera virtud de ambos escritos salta pronto a la vista. Están redactados con preocupación y tristeza, con el sentimiento apenas encubierto de que todo está discurriendo al margen de lo que ellos siempre propugnaron. «No pocos errores de una y otra parte -anota el catalán de la Franja- han hecho posible que la situación haya mutado notablemente», incluso «en las percepciones a menudo por los sentimientos y no por la razón». Felipe González es más duro: «Por ese compromiso con España, espacio público que compartimos durante siglos, me dirijo a los ciudadanos de Cataluña para que no se dejen arrastrar a una aventura ilegal e irresponsable que pone en peligro la convivencia entre los catalanes y entre estos y los demás españoles». Ambos convergen sin embargo al puntualizar que la clave reside en la recuperación del clima perdido. «Todos los españoles deberían exigir diálogo de sus gobernantes, que es lo que Felipe González llama entendimiento», añade Duran. Ninguno de los dos cree en una definitiva ruptura de España y de Cataluña.
La crítica a la conducta de sus antiguos socios de CiU destaca la mala noticia que para todos supuso «la voladura del catalanismo moderado que representaba». Por su parte, Felipe González se entrega a una crítica de fondo del proyecto de desconexión de España planteado por Mas: fracturaría la sociedad catalana, romperían con España, su Constitución y el propio Estatuto, y sobre todo «desconectarían de Europa, aislando a Cataluña en una aventura sin propósito ni ventaja alguna». Ni para Europa, por supuesto, amenazada por el efecto dominó de otros secesionismos e irredentismos, ni para esa Cataluña aislada, a la cual Felipe González compara con Albania, en un momento de exageración que daña a su propio argumento.
Otro punto muy criticado es cuando Felipe afirma que cuanto ocurre en Cataluña «es lo más parecido a la aventura alemana o italiana de los años 30 del siglo pasado». Los críticos, entre los que se encuentra Duran i Lleida, olvidan que la estimación puede ser discutible, pero no es gratuita, ya que se apoya en constataciones innegables de las maniobras antidemocráticas de Mas, al plantear la independencia cuando ni siquiera hay en el Parlament mayoría cualificada para reformas de fondo, olvidar que su poder legítimo deriva de una Constitución y de un Estatuto a los que va a tratar como papel mojado, como si un diputado más autorizara a prescindir de toda norma, amen de presentarse escondido en la lista «como si necesitara una guardia pretoriana para violentar la ley». Acierta González al subrayar que ese tipo de decisionismo, destructor de las instituciones democráticas y de la legalidad, encuentra sus perversos antecedentes fácticos y doctrinales en los años 30.
Felipe González juzga que la independencia no se puede lograr sin más, «arbitraria e ilegalmente»; por prudencia, no insiste en el coste que esto viene representando para la vida política en Cataluña. Evoca en cambio lo que el antiguo Principado representó para la construcción de la democracia en España, con su tradición de pluralismo. En suma, el órdago de Mas en el Parlament sería a su juicio contraproducente: «No conseguirán, rompiendo la legalidad, sentar a una mesa de negociación a nadie que tenga el deber de respetarla y hacerla cumplir». Su ejemplo a este respecto es el fracaso de Tsipras al convocar el referéndum contra la oferta de la UE. En consecuencia, Mas «se coloca fuera de la legalidad, renuncia a representar a todos los catalanes y pierde la legitimidad democrática en el ejercicio de sus funciones». Más claro, imposible.
En términos generales, Felipe González tiene razón, pero olvida un punto importante. En las circunstancias actuales, el Estado dispone de instrumentos legales, perfectamente válidos, para anular la decisión del Parlament si se da el más uno. No obstante, a la vista de lo ocurrido en noviembre del pasado año, el Gobierno carece de medios para que las resoluciones del Constitucional sean obedecidas. Mas las burló y los tribunales durmieron. De ahí la pertinente medida de urgencia ahora introducida por el PP, demasiado tarde, cuando salta a la vista su redacción ad hominem y suscitando en consecuencia un frente del no, encabezado por el PSOE, con un evidente efecto de deslegitimación. A Felipe González no le gusta. Pero, ¿qué hacer entonces?
Duran i Lleida formula: «El camino es llegar a reformas pactadas que garanticen los hechos diferenciales». Sin romper la igualdad básica de los ciudadanos y la soberanía de todos, añade González.
Excelente objetivo, pero que cae en el vacío, ya que según la hoja de ruta de Mas/Junqueras no cabe el punto de encuentro. Su sedición es innegociable. El cúmulo de descalificaciones recaído sobre el llamamiento del expresidente «A los catalanes», sobre todo desde los medios oficiosos de la Generalitat, no deja entrever esperanza alguna. Mas remata: «libelo incendiario». Tampoco en Sánchez parece haber calado una observación de fondo: la crítica a las actuaciones del Gobierno «no me puede llevar a una posición de equidistancia entre los que se atienen a la ley y los que tratan de romperla».
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