José Antonio Serrano, que pasó años viviendo en la calle, hoy es voluntario de Cáritas. maika salguero

Los pobres que nunca cruzaron fronteras

600 personas duermen al raso en Bizkaia. Carlos Díez ha pasado así media vida y José Antonio Serrano ahora es voluntario en Cáritas

Domingo, 25 de octubre 2020, 01:38

Hay pobres blancos y negros, altos y bajos, nacidos en medio de la miseria y en casas acomodadas, introvertidos y charlatanes, llegados del Magreb o nacidos aquí, y lo único que tienen en común es la falta de casi todo. En su versión más extrema, ... no tienen siquiera un techo. Hoy es el día de las personas sin hogar, que son más de 600 en Bizkaia. Cuando se habla de ellas en Europa, la imagen recurrente es la del migrante subsahariano que atravesó África para venir, la del magrebí que cruzó el Estrecho en patera o la mujer latinoamericana que se ha quedado sin recursos. Pero no hace falta cruzar fronteras para perderlo todo. Hay pobres en cada rincón del mundo, también aquí.

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Cuenta Joseba Gaya, responsable del área de personas sin hogar de Cáritas, que «todos vivimos algunas situaciones traumáticas a lo largo de la vida pero cuando hablas con ellos te das cuenta que han sumado más, diez o doce, en un periodo corto de años». Una quiebra, un divorcio problemático o un luto muy difícil de asumir pueden llevar a un bucle de alcohol y drogas que se acaban llevando la vida por delante. «Hay casos de problemas psicológicos, hay casos de discapacidad, adicciones y muchas veces están entremezclados», ilustra.

«En la calle dormía en grupo. Siempre hay uno despierto. Si no, te roban todo: las zapatillas, el DNI»

por seguridad

Por el comedor de Apostólicas, en Indautxu, pasan a diario dos centenares de personas y otra treintena acuden a una especie de centro de día que les sirve como «referente» cuando necesitan apoyo o compañía. «Ahí y en el comedor hacemos el primer contacto. Vemos qué necesita esa persona y cómo le podemos ayudar. Si está enfermo, asistencia médica. Si ha perdido la documentación, ordenando su situación administrativa. Si se quiere desenganchar, buscando un tratamiento. Nosotros hacemos de puente», describe. Cada vez llegan «con más años de calle». Algunos tendrían derecho a percibir una prestación y no lo saben. Los objetivos son modestos. A veces, estabilizar consumos o acudir a las citas médicas. Otras, crear una mínima red de conocidos en la zona donde se mueve. Tratar la ludopatía, una lacra que cada vez condena a más personas a perder su hogar -algunos pese a tener salarios muy altos-. Entre los que llevan más años de calle, ayudarles a «que tomen conciencia de su situación y despertar alguna inquietud». Pequeños pasos.

Carlos Díez nació en Santander hace 58 años y fue el mayor de cuatro hermanos. «Una familia humilde, pobre», concreta. Educado «como se hacía antes, entre culpas y palos», se puso a trabajar a los 14 años en una frutería. Entre malas compañías, no tardó en perderse.

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Carlos Díez lee el periódico en el centro de día de Cáritas. maika salguero

Porros, cocaína y heroína

«Con 14 años fumaba porros y tomaba pastillas; entre los 16 y los 18; cocaína y heroína. A los 20 ya estaba enganchado. Me tiré otros 20 metiéndome por vena». Salía todas las noches y tomaba también drogas para trabajar, así que pronto las cuentas fallaron. «Empecé con problemas con la justicia por consumo y tráfico. Te costeas lo tuyo vendiendo, pero al final no te da». Perdió el empleo y se puso a repartir guías telefónicas por toda la península. «Había tiempos entre provincias que no había curro. Iba a dedo y me quedaba durmiendo en la calle. Así empecé. Al final, necesitaba dejarme la dosis preparada a la noche para la mañana». Su primer intento de desintoxicación fue en Barcelona y duró un año. «El mismo día que volví a Santander, antes de llegar a casa, ya había ido a pillar». Con 24 años le diagnosticaron VIH.

En 2001 llegó a Bilbao y «terminó mi etapa de vena, lo dejé a puro huevo, yo solo, con naltrexona», un reactivo. «Estaba harto de Santander, tan de derechas, hasta la clase obrera es cerrada. Me vine al albergue de Elejabarri, pasé los tres días y fui a dormir a las escaleras del puente de Deusto. Solía estar en la pista de patinaje. Dormía en grupo por estar seguro. Siempre hay uno despierto y avisa. Si no, te roban todo, hasta las zapatillas o el DNI. En esa época a algunos les echaron aceite y les intentaron quemar». «Entonces había un sorteo para dormir en Lagun Artean, allí cerca. En la calle duermes muy poco, a las seis y media te levantan los municipales». De aquellos años recuerda a un ruso con el que solía andar, «mucho alcohólico, mucho separado». «Un día la gente se rompe y ya».

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Sus épocas de calle se alternan con meses en pensiones y habitaciones compartidas. Ha trabajado a temporadas en Emaús, en Getxo, en una empresa de andamiajes de Basauri. Desde hace poco tiene una habitación en Santutxu que paga con la RGI. Viene a Cáritas a las mañanas. Las terapias le han ayudado a «calmar la rabia, la ira, que tantos problemas me ha dado». Echa la vista atrás y se da cuenta que «no estoy tan mal». «De los 20 chavales de mi barrio quedamos 3. Uno nunca se inyectó, otro lo dejó por una chica y yo. Todos los demás han muerto por VIH o sobredosis».

«Yo no sabía robar y vendía droga para pagármela. Me pillaron y me cayeron 3 años de cárcel»

el origen

Ver el cielo

José Antonio Serrano no nació en ese ambiente. Hijo de una familia de aduaneros y policías melillenses, se mudó a Bilbao para casarse con una vizcaína, con la que se instaló en Uribarri. Trabajaba en Dragados y Construcciones. «Ella murió por una enfermedad de estómago y yo me hundí», confiesa. «Empecé con la cocaína y la heroína. Me quedé sin dinero. Como no sabía robar, tenía que vender para pagármela». Tenía además una discapacidad intelectual reconocida y pronto se vio durmiendo «debajo del puente de La Peña, el del arco». Cuando le decían que pasara unos días en algún albergue municipal se negaba «porque no podía llevar a mi perra, Sani, y no quería dejarla sola». Hasta que aquella pastor belga murió de mayor, no quiso saber nada. «Durante el día me sentaba a pedir en Deusto, siempre en el mismo sitio, entre la pastelería Artagan y el banco Guipuzcoano. Me daban bastante pero se me iba todo en la droga». «Como vendía, un día me pillaron y me metieron tres años de cárcel, que pasé entre Basauri y El Dueso».

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El camino de vuelta a la vida no fue fácil y ahí jugó Cáritas un gran papel. Primero tuvo que desengancharse, aprendió jardinería y se puso a trabajar. «Comparto piso y cuando me llegan pago mis facturas, la luz, el agua. ¿Sabes lo bien que sienta poder pagar tus facturas?». Hoy es voluntario en Cáritas, donde hace las tareas de lavandería. «Esta gente es excepcional. Han salvado a muchísima gente que estaba en la calle. Yo con ellos vi el cielo».

Agricultura y piezas de caucho para acercarse al mundo laboral

Cáritas tiene 80 plazas en cuatro «talleres educativos prelaborales». La idea es acercar el mundo laboral ordinario a este colectivo, que lleva muchos años fuera de él. Son parecidos a los talleres ocupacionales para personas con discapacidad. Hay dos en Basauri de tipo industrial, donde hacen el rebanado de piezas de caucho, manillas y bisagras. En los de Derio y Gordexola aprenden a trabajar en la agricultura ecológica. Cobran una beca educativa -no un salario, ya que no están orientados a la producción- y tienen una ayuda para los desplazamientos. De algún modo, recuerdan competencias y adquieren rutinas. Es una toma de contacto con el mundo laboral para que le vayan perdiendo el miedo.

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