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Luis López
Viernes, 19 de agosto 2016, 00:22
Ervidel es uno de esos sitios a los que sólo se llega por casualidad. El sol rebota en las casitas blancas y azules de planta baja y en las calles empedradas no hay nadie. Sólo en la plaza, en un banco a la sombra, ... aparecen tres ancianos que interrumpen su conversación somnolienta cuando ven a dos extraños. Luego susurran entre ellos: «¿Quiénes son esos?», «No sé», «De aquí no son». O algo así dirán.
Ervidel es un pueblo que encaja como un guante en la categoría de lugares irrelevantes y magníficos, porque al tiempo que carece de cualquier atractivo reseñable, condensa la esencia de esa región portuguesa que es el Alentejo. Es humilde y tranquilo. Orgulloso de su historia y, al mismo tiempo, algo triste. Está rodeado de campos de trigo marrones que, mecidos por la brisa cálida, ronronean al atardecer bajo el cielo naranja. A lo lejos ladra, como por obligación, algún perro perezoso.
La región alentejana, la más pobre y olvidada de Portugal, es un mar de calma en comparación con la vecina del sur. Allí, en el Algarve, hay playas excelentes y notables vestigios históricos, pero también enormes complejos hoteleros, miles de autobuses con matrículas extranjeras y líneas de restaurantes con camareros acosadores a pie de calle.
El Alentejo es otra historia. Durante décadas ha estado olvidado por los distintos gobiernos y eso ha provocado la despoblación de buena parte de sus núcleos urbanos. La agricultura, siempre herida de muerte como actividad económica, sigue siendo el principal sustento de una región que ya se ha acostumbrado a ser la cenicienta del país, pese a tratarse de la más extensa.
Pero es precisamente ese abandono lo que ha propiciado que mantenga las esencias. El encanto de pueblos medievales como Monsaraz y Mértola, encaramados en peñascos y protegidos por murallas milenarias; vestigios de un pasado industrial como las fantasmagóricas minas de Santo Domingo; zonas de costa encantadoras como Vila Nova de Milfontes. También hay parajes misteriosos y cargados de energía como el crómlech dos Almendres, el mayor conjunto megalítico de la península y uno de los más importantes de Europa, con 95 monolitos, algunos de los cuales tienen 8.000 años de antigüedad. Y, por supuesto, está Évora, la joya del Alentejo, su atractivo más conocido.
Pero por encima de todo ello se eleva la calidez de sus habitantes. Es muy visible en Ervidel, donde los vecinos conservan esa manera de ser tan característica de quienes aún dejan abiertas las puertas de sus casas cuando se van a dar el paseo vespertino.
Ese carácter amable y pausado lo encarna muy bien don Mario. Don Mario ha abierto la Casa da Estalagem, un alojamiento rural encantador en el mismo edificio que acogía la vieja posada. Hay que recordar que este pueblo, y toda la zona en general, era lugar de paso fundamental para los intercambios comerciales entre el Portugal interior, con su producción agrícola y minera; y el Algarve, a cuyos puertos no sólo llegaba pesca sino multitud de productos procedentes del Mediterráneo desde la época de los fenicios. Fruto de esa relación entre el mar y el interior está, por ejemplo, la cataplana de cerdo, un plato sorprendente y riquísimo en el que se combina carne de marrano con marisco.
La cuestión es que don Mario y su esposa han recuperado con la ayuda de su hijo, que es arquitecto la vieja posada. Un edificio que, al mantener su estructura austera y las amplísimas zonas comunes, tiene la propiedad de transportar a los viajeros varios siglos atrás. Hay un pozo, un suelo empedrado donde parecen resonar aún los cascos de los caballos, y zumo de limón fresco. Para el desayuno despachan distintas variedades de quesos locales, mermeladas y bizcochos caseros, embutidos de la zona, frutas... Y para cenar, recomiendan el Guerreiro.
Hay que recorrer las calles angostas y vacías para llegar al Guerreiro, un bar-tienda clásico, de los de siempre, donde un lugareño toma un vaso en la barra y otro ve el fútbol en la tele. Todo tiene un aire doméstico. Hasta el mueble de salón que está en un lateral de la estancia con una enciclopedia antigua y un calendario de cafés Delta del año pasado.
Aquí dan de comer. Atiende Sonia, que se esfuerza por explicar lo que hay, aunque con poco éxito. Entonces, saca una tablet y va enseñando imágenes de cada plato. Como todo resulta tentador, da la solución evidente: «Voy a sacar un poco de cada cosa y así lo probáis todo». Empieza con las sopas, que recuerdan mucho al caldo gallego; sigue la oreja de cerdo con un salpicón fresquísimo; luego, mollejas de pollo como las que comíamos de niños; sigue la carne alentejana, con almejas, verduras y patata; también hay calamares rebozados y, por último, chipirones. Todo rico, todo casero, todo como antiguo y cálido. Como la cuenta: 13,40 euros en total, para dos personas, cervezas Sagres incluidas. «¿Os está gustando el Alentejo?», pregunta Sonia. «¡Muito!».
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