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Alejandro Azkuna, único hijo de Anabella Domínguez e Iñaki Azkuna, alcalde de Bilbao desde 1999 hasta su fallecimiento, el 20 de marzo de 2014, siempre soñó de niño con tener una mascota. Lo mismo le daba un perro que un gato. Pero siempre encontró ... la oposición de su padre. «Nunca le gustaron los animales. Me los tenía prohibidísimos de pequeño», recuerda. Solo en la recta final de su vida aceptó la compañía de 'Conchita', una gata callejera que Álex, como le llaman sus amigos, se llevó a la casa familiar cuando se fue a vivir con su padre. «Se vino abajo a la muerte de ama. A mí mismo me sorprendió. Pegó un bajón terrible. Yo pensaba que era invencible, que nada podría con él», asegura.
Sin embargo, la muerte de Anabella, un año y medio antes, fue un golpe que «jamás superó». Álex afirma que la de sus padres fue una historia «de 40 años de matrimonio». Y como todas las parejas, tuvieron «sus más y sus menos, sus épocas bajas, sus discusiones... Pero, al final, se volvieron a encontrar. Su pérdida fue demasiado decisiva, incluso para un hombre que lo aguantaba todo. De hecho, vivimos tantas situaciones a lo largo de los años que alucinaba que siguiera vivo», reflexiona.
A la muerte de su ama, Azkuna soltó un día a su hijo que la casa «se le quedaba grande» y que quería ir a vivir a «una residencia de ancianos. Supongo que me lo dijo para forzar un poco y para que viniera aquí con él. Por supuesto, yo encantado», confiesa emocionado. Por eso, el mandatario que imprimió un sello de señorío a la capital vizcaína se acostumbró a ver corretear a 'Conchita' por el salón de su casa, mientras «decidía en los peores días de su enfermedad con Andoni Aldekoa –su mano derecha– el futuro de la ciudad. Se la tuvo que comer con patatas fritas», bromea su hijo, empleado en un despacho de abogados de la capital vizcaína.
Este martes, Día del Padre, y tras cinco años ya sin Azkuna, 'Conchita' ha desaparecido. 'Valentina' y 'Txipiron', dos 'british shorthair', la misma raza felina que aparece en las páginas de 'Alicia en el país de la maravillas', han tomado el relevo al tiempo que hacen las delicias de Marta, su única nieta, nacida siete meses antes de su fallecimiento. Acostumbrado, por fin, «a su 'presencia-no presencia'», a Alejandro le encanta repetir gestos y costumbres de su difunto padre. Le fascina, por ejemplo, sentarse en la terraza de la vivienda, con espectaculares vistas al Guggenheim, la misma en la que «él trabajaba, estudiaba, leía... Se ponía aquí y se podía pasar horas y horas. Le encantaba que le diera el sol y que nadie le molestara. También invitar a sus amigos y tomarse con ellos una tortilla de patata y unos buenos vinos», relata.
Los recuerdos familiares, en forma de cuadros y fotografías, o la condecoración de Oficial de la Legión de Honor de la República Francesa, de manos del exministro de Estado y Defensa, Alain Juppé, se amontonan en la residencia. «Está muy presente en cualquier centímetro cuadrado de esta casa. Lo veo en cualquier lado». Alejandro se emociona viendo el «cuadro de prueba» que le regaló el pintor Javier Riaño, igual al que se exhibe en la galería de alcaldes del edificio consistorial. El de «ensayo» luce ahora en la encimera de la cama donde murió su progenitor.
Alejandro nunca ha sido un entusiasta de celebrar el día del padre ni el de los enamorados. «Siempre lo he visto como una cosa más comercial», reconoce. Pero, según pasan los años, admite que este tipo de efemérides le acercan aún más a la figura paterna. «¿Su mejor legado? Ver la valentía de cómo asumió la muerte. Dos años antes de fallecer, yo pillé una gripe tremenda. Antes era más hipocondríaco. Se acercó a mi cama, me le quedé mirando y pregunté: '¿A ti no te da miedo morir?'». «No –respondió él–. 'Si lo hace todo el mundo, no debe de ser algo tan malo', sonrió. Me tomé una pastilla y me dormí», recuerda.
Alejandro subraya lo «disciplinado» que era su padre. «Se marcaba a rajatabla lo que tenía que hacer, y lo hacía. Cumplía con su trabajo», se felicita. Pese a considerar Zorrozaurre «el futuro de Bilbao», le encantó la reforma de la vieja alhóndiga de vinos –Azkuna Zentroa– y del Mercado de la Ribera. Pero «lo que más ilusión» le hacía eran las obras que «la gente no veía. Con Sabas se empeñó en renovar el mayor número de tuberías posibles». Este aspecto «casaba» con su carácter: «Abrazó el bilbainismo como un acto de fe, pero yo veía el durangués que llevaba dentro».
A los cinco años de su muerte, su hijo descubre «la influencia de John Wayne» en la vida municipal. «Howard Hawks, Burt Lancaster, Kirk Douglas... A mi aita no le podías hablar de Tarantino». Si hoy pudiera regalarle algo, no lo dudaría: un blu- ray de 'Centauros del Desierto' y 'El hombre tranquilo', de John Ford. «Era su película favorita, aunque dos días antes de morir pidió que le pusiéramos 'El gatopardo', con Burt Lancaster, una figura crepuscular que veía cómo la vida se le escurría. Quizá mi padre también pensaba en eso viendo aquel cine clásico», sopesa.
Por fortuna, el alcalde que estuvo 15 años al frente del Consistorio «murió con mucho cachondeo. Veinticuatro horas antes todavía vacilaba con Sabas y otros amigos preguntándoles quiénes habían comido su queso. Hacía bromas y tranquilizaba a todo el mundo. Fue quien mejor se tomó su muerte», confesaba este lunes Alejandro junto a la escultura colocada a la entrada del IMQ. «Si hubiera tenido que esperar a que le levantaran una estatua pública, igual seguía esperando todavía», desliza sin ningún tipo de rencor. Este lunes acudió junto a su hija, Marta, y acarició con orgullo la pieza: «Me hace tanta ilusión que muchos días me acerco a decirle 'buenas noches, aita, mañana te vuelvo a ver otra vez'», explica, mientras la niña juguetea con un pañuelo. «En las clases de ballet iba diciendo que su aitite era el hombre que más mandaba en Bilbao». En el Día del Padre lo suyo es orgullo de nieta.
Si antes de ser elegido alcalde, el médico Juan Negueruela fue uno de los mejores amigos de Azkuna, tras su paso por el Consistorio trabó una relación inquebrantable con Ibon Areso, que le suplió a su muerte, y, especialmente, José Luis Sabas, su concejal de Obras yServicios. «Azkuna fue como un padre y un amigo. Lo tengo presente. En mi despacho tengo dos fotos: una de él y otra de mi hermano, Juan, ambos médicos.Hablo con ellos casi todos los días.Veo al alcalde diciéndome 'Josetxu, baja el pistón'. Así que te lo puedes imaginar. Fue toda la vida con él, dando paseos, tomando potes en los mismos bares y yendo de vacaciones juntos. Cosas que no se olvidan», recuerda Sabas, que le define como «un monstruo, con un humanismo y una cultura tremenda. Una persona de mucho carácter, pero afable y cariñosa».
Ibon Areso no se queda atrás. «Como político es bastante irrepetible. No es fácil encontrar una persona así. Comunicaba muy bien. Se le entendía todo. Era una persona de dar muchos titulares, como decís vosotros, los periodistas». Areso, que tomó su testigo como alcalde durante poco más de un año, asegura que «en temas como la violencia y el terrorismo era bastante intransigente, poco flexible y poco contemporizador. Hablaba y se manifestaba muy claro. Marcó una etapa en la ciudad. Fue un personaje con gran poso político y cultural, pero también popular. Ilusionó y dotó de orgullo al bilbaíno».
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