De no mediar esta pandemia y el coste personal que conlleva nos tomaríamos como una lectura amena lo que viene a continuación. Aventuras y peripecias de una familia separada por 5.600 kilómetros, vuelos perdidos, salidas y entradas de países denegadas, recursos a las ... más altas instancias internacionales y cuando todo parece acabar bien, el mundo al revés, es en la calle donde están más a salvo del coronavirus que en el interior de su casa ante la posibilidad de réplicas de un terremoto que acaban de sufrir en directo. Real como la vida misma, aunque como dice su narrador, «parece el guion de una peli chunga de serie B».
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Los protagonistas son Pedro Arizti, un bilbaíno que lleva 17 años trabajando en el Banco Mundial, su esposa Jennifer, canadiense –dato que no es baladí en el argumento–, y sus hijos Tomás (14 años), Amelia (13) y Cecilia (11). Vivían se puede decir que plácidamente en Delhi (India), ciudad que iban a dejar cuando concluyera el curso para asentarse en Zagreb (Croacia). De hecho el licenciado en la Comercial de Deusto se había adelantado para ir preparando la logística para el nuevo destino en la capital croata tras una vida itinerante que antes le llevó además a Estados Unidos y Colombia.
Ante la rápida evolución de la plaga por coronavirus y aunque en India se seguía haciendo vida normal –los colegios, por ejemplo, sólo estaban cerrados para las clases, pero se podían usar sus servicios como biblioteca o piscina–, Pedro Arizti no las tenía todas consigo. No deja de ser un trabajador cualificado en un organismo que va de la mano con la ONU y sabe de primera mano lo nada que pueden tardar los acontecimientos en precipitarse ante situaciones inusuales y críticas. Habían hablado en familia dos semanas atrás de la posibilidad de plegar velas y viajar todos con él a Croacia, pero lo descartaron. Regresó solo y algo le decía que no era una buena idea. Y empezó su odisea.
«India comenzó a ponerse muy dura y ante la posibilidad de que cerrara sus fronteras tomamos una decisión que se nutrió más de las entrañas quizá que de la razón», explica. Reservaron plazas para volar el lunes, pero hubo un error. «Con las prisas, recoger todo porque sabíamos que quizá ya no volveríamos, el papeleo y la situación en sí perdimos el avión pensando que salía a las tres de la tarde y lo hizo a las tres de la madrugada», añade Jennifer. A cada hora variaba todo, también se estrechaba el embudo que iba dejando salir vuelos de Delhi. Entre las opciones que tenían –viajar vía Estambul, Moscú o Doha– se decidieron por la escala en Catar.
Nuevos billetes para el jueves, pero Pedro sentía la presión del reloj mundial y temía que la puerta de salida acabara clausurada. «Decidí traerles un día antes por lo que iban a embarcar en la madrugada del miércoles». La llegada al aeropuerto en Delhi dibujó un panorama alentador. Tranquilidad, facturación hasta el destino final de las ocho maletas y llamada desde el interior de la nave anunciando el despegue». Nacía el viaje más accidentado imaginable. Porque al llegar al aeropuerto catarí a Jennifer le denegaron continuar el trayecto.
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«Cada hora se iban cerrando fronteras y variando protocolos. Croacia limitó la expatriación a ciudadanos europeos y mi mujer es canadiense», amplía Arizti. Aunque era una medida que no le afectaba ya que Jennifer cumplía con dos excepciones, ser familiar directo de ciudadanos europeos y estar inmersa en una repatriación bajo el amparo del Banco Mundial como organismo internacional de rango similar al diplomático. Pero no hubo manera. Era medianoche y la familia no consiguió subir a aquel vuelo Doha-Zagreb.
En el móvil Jennifer recibía todo tipo de mensajes. Uno de ellos, de un amigo médico en Canadá le animaba a regresar a su país natal. Su hermana le decía cómo veía las cosas en Francia y España. «Piensas en todo, incluso en tratar de meter a tus hijos en el avión y quedarte tú, pero esa una sensación angustiosa porque sabes que el distanciamiento podría ser por mucho tiempo». Las autoridades cataríes le negaban la salida de no mediar por escrito una autorización policial croata. Eran horas de madrugada, de gestiones a múltiples bandas con el Banco Mundial, los gobiernos de Croacia y Catar. Nada. El responsable policial no daba señales de vida y los mil y un documentos oficiales que portaba la familia chocaban contra la burocracia del «sin el papel no salen de aquí».
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A las 5.30 h., media hora antes de que saliera el vuelo, apareció el ansiado responsable policial, que en cuanto se activó se topó con más mensajes de los que su cabeza podía procesar. Extendió el permiso y al bus para embarcar. «Nos encontramos allí tantas horas con gente maravillosa que trabajaba en el aeropuerto, como una chica de Kenia que siguió tras rebasar su hora de salida para ayudarnos, una campeona», recuerda Jennifer, quien se sincera al hablar sobre su estado de ánimo entonces. «No puedes llorar ante los chicos, ni caer en pánico. Es muy difícil estar ON todo el rato. Mi hijo llegó a estar muy mal, pero me vio negociando en India y escuchó que me decían que era buena negociadora y lo interiorizó como un 'si alguien nos puede sacar de ésta es mi madre'».
Por fin vía libre... pero no. Otro amago de perder el vuelo aún en Doha porque confinados en el bus se les denegaba el embarque porque a la aeronave aún no había llegado la autorización. Y quedaba un cuarto de hora para el despegue. Llegó. Es imaginable la bocanada de alivio en cuanto se sentaron en sus asientos y el avión estuvo en el aire. Seis horas y todos juntos en Zagreb. Les dio tiempo hasta para echar una cabezada, aunque la tensión acumulada hacía casi imposible conciliar el sueño». El impacto de las ruedas sobre el asfalto de la pista de aterrizaje en el aeropuerto de Zagreb sonó al feliz 'The End' de una película surrealista. Qué va. Quedaba el 'bonus track'.
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Control de pasaportes y una frase que sonaba a pesadilla, a mal sueño, vuelve a tener vigencia. «Usted no puede pasar». Otra vez el pasaporte canadiense parecía una traba porque el gobierno croata había cerrado su frontera a quienes no fueran ciudadanos del país. «Era el primer vuelo en el que lo aplicaban», rebobina Pedro Arizti. Tres horas sentados en unos bancos ante la oficina de inmigración mientras las gestiones diplomáticas abrían el último cerrojo. «Piensas en muchas cosas por todo lo que ves. Estuvimos con una chica de Namibia que sólo tenía a su madre y en Sudáfrica se había cerrado el espacio aéreo. O un chaval inglés que estaba solo porque tenía a sus padres en Maldivas de vacaciones y no podían salir de allí. O un señor canadiense de 74 años al que no dejaban pasar por no ser residente pese a que su pareja, con la que lleva varias décadas, sí lo es», comenta Jennifer. Habían pasado 35 horas desde que salieron de Delhi.
¿Lo peor? Para la familia viajera según la madre «que pierdes la sensación de seguridad, de que a cada instante algo puede pasar, puede cambiar todo». No es para menos pensar así. Porque faltaba la escena final tras los créditos. Reunidos los cinco integrantes de la familia, celebran la solidaridad del prójimo. Como el traslado general iba a ser tras el verano Pedro había alquilado temporalmente un apartamento. Sus caseros, de chapeau. Les cedieron su casa, con un pequeño jardín que representaba el regreso a la vida.
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Y hoy por la mañana la gota que lleva el realismo a un estado extremo. «Hemos vivido un terremoto que ha alcanzado 5,4 en la escala de Richter, con el epicentro a media hora de Zagreb. Ha retumbado toda la casa, que tiene algunas grietas. Ha habido varias réplicas y te queda el miedo a que alguna vuelva a ser como la inicial. Hay partes de la ciudad, que tiene un núcleo bastante antiguo, sin gas ni electricidad. Del interior de la catedral, que ha sufrido daños, se ha caído un enorme crucifijo. La gente que tenía que estar en casa por el coronavirus ahora está más segura en la calle por los temblores». Jennifer no da crédito. «No puede ser más surrealista».
Ahora sí, el epílogo de una historia que nunca olvidarán Pedro, Jennifer, Tomás, Amelia y Cecilia. «Hemos sentido la tortura de la posibilidad de quedarte sin tu familia, lo que más quieres». Ahora a Pedro y su 'empresa' le queda trabajo a paladas durante los próximos meses por la incidencia de esta pandemia en la economía planetaria. «Algunos han pagado un precio carísimo y creo que va a haber un cambio de cómo vivimos y trabajamos después de que reflexionemos sobre el impacto que tiene nuestra forma de vida en la sociedad». Se queda como positivo con que «estos chavales tras lo que han vivido están preparados para la guerra». Y remata desdramatizando en la medida de lo posible todo lo vivido. «Entenderemos que todo ha pasado ya cuando el Athletic levante la Copa ganando a la Real».
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