
Pese a la lluvia de millones (122) comprometida por el Gobierno vasco para combatir los estragos de la pandemia, la hostelería vizcaína ha sufrido bajas ... durante la contienda contra la pandemia. El análisis lo ofrece el presidente del gremio, Boni García. que calcula que en torno a 300 bares y restaurantes han cesado la actividad por culpa del coronavirus. Jóvenes empresarios que habían comprometido importantes inversiones han echado el freno y se han visto obligados a bajar la persiana, perdiendo «todo lo gastado», al no poder costear alquileres inasumibles, más con el consumo bajo mínimos. «Nos gastamos un pastizal en reformas y luego los dueños del local se negaron en redondo a bajarnos la renta. Era imposible continuar», se queja una joven pareja de Balmaseda que prefiere mantener el anonimato.
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Matrimonios que cargaban con muchos años de trabajo a sus espaldas, como Elisabete Bizkarralegorra, la propietaria del popular restaurante Bizkarra de Urkiola, con cerca de un siglo de historia (1924), han adelantado la jubilación. El inmueble que su abuelo Julián echó a andar busca nuevo inquilinos ante la falta de relevo generacional.
Los traspasos de negocios han quedado paralizados en gran parte por el temor a la incertidumbre económica, explica García. «Es muy raro que hijos de hosteleros quieran seguir trabajando en esto. Antes tiraba mucho la consanguinidad, pero eso se ha acabado. Esta profesión exige dedicación plena los 365 días del año y nadie quiere arriesgarse con negocios que están generando muchas deudas. Muchos familiares se preguntan '¿para qué voy a meterme yo en esto?'». García, que explota el Café Lago del Casco Viejo, asegura que el covid ha llevado a muchos profesionales «al límite de la tensión. Nos ha asomado a un precipicio porque, además, en los peores momentos de la pandemia, nos hemos sentido unos apestados. Ya no podemos más», descubre.
Otras veces las costosas reformas han obstaculizado el impulso de proyectos en crisis, como le sucedió a Jon Fernández y Charo Ruiz, que echaron el candado al Lersundi, el restaurante con los menús más baratos de Bilbao, al plantear desembolsos superiores a los 200.000 euros para renovar unas instalaciones que se habían quedado «algo obsoletas».
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De los 12.219 locales de hostelería censados en Euskadi (entre bares, restaurantes, discotecas, cafeterías y pubs especiales, entre otros) casi el 60% funcionan en Bizkaia. Aunque la crisis sociosanitaria ha castigado a todos, los establecimientos «de barrio y los de los pueblos», según García, se han llevado la peor parte. «Algo lógico» porque Bilbao tiene «un enorme atractivo» y cuenta con «el balón de oxígeno» que le ha brindado el turismo.
La capital vizcaína ha recuperado viejas costumbres y todos los fines de semana recibe, además, el aluvión de miles de visitantes de otros municipios del territorio, Pero las localidades más pequeñas se quedan desiertas, lo que ha provocado que la pandemia haya acelerado en los dos últimos años y medio la destrucción del 5% de los negocios, que emplean a más de 35.000 personas. «Antes no pasaba, pero en los pueblos, sobre todo, bar que cierra es muy difícil que vuelva a abrir»
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Los nuevos hábitos juegan en contra de un sector al que la noche le ha caído encima como una losa. Desde el confinamiento la mayoría de la hostelería solo trabaja de lunes a miércoles en horario diurno. «La noche está lamentable», confiesa Héctor Sánchez. A partir de las 21.30 horas, casi todos los bares echan el cerrojo en medio de unas calles vacías de transeúntes. «Salir entre semana es difícil para cualquier persona», esgrime.
La actividad se concentra por la mañana y la tarde, y de jueves a sábado, ya que los domingos han perdido también todo su atractivo. «A partir de las cinco de la tarde está todo muerto y así es muy difícil tirar. Antes trabajabas hasta la 1.30 de la madrugada, pero la gente está muy cansada. Abríamos todos los días, nos quedábamos sin vacaciones y apostábamos hasta el último euro, pero la mayoría ya no está por la labor», sentencia el presidente del gremio.
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12.219locales de hostelería funcionan en Euskadi, de los que más de la mitad están censados en Bizkaia. La pandemia ha puesto muy cuesta arriba el futuro de los bares de barrio «y de los pueblos».
Con solo tres años, Jon Fernández ya correteaba por la barra del restaurante Lersundi, que ha dado de comer a «miles de currelas» desde 1978. El negocio fundado por sus aitas, Víctor y Marisa, ha sido testigo de numerosas despedidas de solteros y celebraciones estudiantiles. «Por las noches teníamos también llenos, pero en los últimos años habíamos pasado de las listas de espera a no tener a nadie», se lamenta.
Junto a su mujer, Charo Ruiz, ha «aguantado» hasta ver «si mejoraban las cosas» e intentado trabajar «a tope» para salir del fondo, pero sin éxito. «Ya no nos daba ni para nosotros. Hemos estado sobreviviendo. Acumulábamos pérdidas. Solo estábamos para trabajar, trabajar y trabajar, y tampoco se trata de eso, porque tenemos una edad. Estamos cerca de los 60», revelan.
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Las instalaciones se habían quedado «algo desfasada», sobre todo las cocinas, y la reforma exigía una inversión de 200.000 euros «para ponernos actuales. Planteamos meternos en un préstamo, ¿pero y si no sales?», se cuestionaron.
Ofrecer los menús más económicos de Bilbao suponía también un serio riesgo. «Nuestros clientes estaban acostumbrados a los más baratos (10,5 euros) y subirlos solamente 50 céntimos, que no es nada, nos hubiese acarreado un montón de criticas», advierten.
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Ante este escenario, el matrimonio, «con mucha pena», optó a principios de mes por la clausura. Los gastos se habían disparado. Solo en marzo pagaron en facturas de luz 2.400 euros y otros 1.500 en abril. «Y eso trabajando solo al mediodía», se quejan. Jon reconoce que ha llorado «mucho». Alguno de los cinco trabajadores que tenía en nómina -además de otros cuatro autónomos- llevaba junto a él casi 40 años. «Han sido maravillosos. Es una tristeza brutal enfrentarte a esto, pero lo peor es que si no hay ayudas para los demás no vamos a ser los últimos».
Elisabete Bizkarralegorra, de 66 años, admite que le costó «mucho» tomar la decisión de bajar la persiana del centenario negocio familiar y rechaza que la pandemia haya sido el motivo del cierre. «Pasé días muy malos», confiesa. La tercera generación en regentar el emblemático restaurante Bizkarra, enclavado en el Parque Natural de Urkiola, dice que «simplemente» se ha jubilado. Y que de no ser por la edad, hubiera seguido al pie del cañón.
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Recuerda que el negocio familiar ha sido su vida. Afirma que empezó a echar una mano en los fogones a los 8 años y que «ama» le enseñó a ella y a sus otros cinco hermanos «a trabajar». A los 14 dejó el colegio. Durante cerca de un siglo el establecimiento fue un referente gastronómico en la zona hasta que el 30 de diciembre del año pasado pasó página. Se ganó fama por la sopa de pescado, la menestra de verduras, las alubias, el bacalao a la vizcaína y el marmitako de txipirones. «Cosas de cuchara, sobre todo», matiza, «porque a la gente le gusta comer cosas que no hace en casa». También agradaba a los clientes con el arroz con leche que sacaba en los postres.
Elisabete asumió la gestión en 1992. Y mimó tanto la cocina como las materias primas. Cultivaban una hermosa huerta y criaban vacas y ovejas. «Había que mantener el prestigio porque siempre hemos sido muy renombrados».
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Ni que decir tiene que a Elisabete le hubiese encantado que alguno de sus dos hijos hubiese tomado las riendas del Bizkarra, que fundó «el abuelo Julián. Estoy muy feliz porque cada uno se ha dedicado a lo que ha querido», asegura.
Sin embargo, promete que hará «todo lo posible» para garantizar la continuidad del restaurante. «Confío en que alguien lo coja». Dice que dará todo tipo de facilidades, «lo mismo si alguien quiere alquilarlo que comprarlo. Estamos dispuestos a negociar todo lo que buenamente podamos», remata.
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El camarero más popular del restaurante Kanbio, situado en el barrio San Miguel Dudea de Amorebieta, se llama Kepa. Sin más. Pero no es uno más en el negocio de Marina Jauregi. El hostelero es de la familia. «Al menos, me tratan así», se enorgullece. Y como tal siente la pérdida de un establecimiento que suspenderá en breve la actividad después de 12 años.
Durante este tiempo el Kanbio ha recibido el aplauso unánime de unos clientes que siempre agradecieron la preparación de «platos de toda la vida» a unos precios «extraordinarios».
Sin embargo, la dueña asegura que «ya no puede más» y que se encuentra «muy cansada». Afirma que ha llegado el momento de la retirada y recuerda que tiene ya «66 años y medio. Hemos trabajado muy bien pero son suficientes. No quiero más», argumenta.
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La hostelería está «muy complicada» y, desde la pandemia, bastante más. Afirma que hay que echar el resto para mantener el nivel, pero que el sector exige un «sacrificio personal tremendo» que ya no puede garantizar.
«No es un trabajo más. Aquí hay que hacer más de 12 horas todos los días y cada vez cuesta más encontrar gente dispuesta a trabajar en esto. De verdad, no es nada sencillo atraer a este mundo a los más jóvenes. Antes no teníamos tantos problemas para contratar, pero ahora nadie quiere pasar miles de horas trabajando», enfatiza.
Con casi medio siglo de trabajo, las jornadas se le hacían muy cuesta arriba desde hace tiempo a Marina. En el Kanbio abrían a las seis de la mañana y cerraban a la medianoche. Los fines de semana prolongaban aún más el horario, hasta la 1.30 horas de la madrugada.
«Lo mismo estaba en la cocina que en la barra y el comedor», asegura. Ha trabajado codo con codo con uno de sus tres hijos, pero bajará la persiana el próximo 15 de julio.
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