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Luis Arbulu, fundador de Nervacero, zarpó con dos hermanos desde Santurtzi
Luis Arbulu Arana se apoya en la barandilla del muelle de Santurtzi por donde pasean las parejas a la hora del aperitivo. Hace calor y las nubes se reflejan en el mar mientras las embarcaciones de recreo cabecean en el pantalán, con el muelle de hierro y el Puente Colgante como telón de fondo. El industrial, un jubilado de 94 años con muescas en su hoja de servicios como la fundación de Nervacero, tiene la mente lejos de allí, acodada en un pliegue del tiempo muy, muy lejano. «Nada de lo que hay enfrente existía», dice mientras dirige la mirada a ese bosque de grúas, pabellones y astilleros que envuelve el puerto pesquero con un abrazo de oso. «Nos trajeron aquí en tren desde La Naja y hubo que hacer varios viajes porque éramos miles. A mí y a mis hermanos Martín y Tomás nos tocó el tercero».
Arbulu se remonta así hasta aquel 20 de mayo de 1937, casi dos meses después de que comenzara la ofensiva de Bizkaia, cuando en compañía de otros 3.842 niños, 120 auxiliares, 96 maestras y 15 sacerdotes, subió a bordo del 'Habana', el vapor que durante semanas evacuó contrarreloj a la población civil más vulnerable. De nada habían servido los cañones de madera desplegados en torno a su pueblo, Elorrio, para despistar al enemigo, mientras que Gernika estaba reducida a cenizas por la aviación alemana e italiana. La caída de Bilbao era cuestión de tiempo y los padres ponían a salvo a sus hijos del único modo posible. Los de Luis habían pasado a Francia con cinco de sus hermanos, pero a él –que apenas contaba 12 años– le tocó hacerse a la mar y cuidar de dos de los pequeños.
Cuando el buque finalmente zarpó, los niños cubrían la cubierta, encogidos de inquietud y tristeza. «Sólo pasamos dos noches a bordo, pero de madrugada nos salió al paso el 'Almirante Cervera'», un crucero del bando nacional de 172 metros de eslora y equipado con seis cañones que patrullaba la costa para evitar que se aprovisionase a los republicanos. Afortunadamente, «venía con nosotros un buque inglés al que luego se sumaron dos más, de manera que el 'Cervera' se apartó y pudimos continuar hasta Southampton».
Fue el comienzo de un periplo no exento de duros tragos y anécdotas, «como cuando, nada más llegar, se llevaron a mi hermano Tomás con escarlatina y me lo devolvieron al cabo de tres meses con el pelo largo y vestido de chica», explica entre carcajadas. Una aventura que duraría un año y que le llevaría desde Eastleigh, al sur de Inglaterra, a la vecina Brighton. Primero en campamentos «donde los hijos de nacionalistas estábamos en un lado y los de izquierdas en otro»; y luego en un chalé, «donde estudiábamos más y podía incluso llamar por teléfono a casa de la tía Leandra, que me ponía al tanto de cómo iba todo», lo que en su caso al menos mitigó bastante la nostalgia. Siempre bajo la atenta mirada del doctor Iralagorri, que se encargaba de la intendencia y de que no les faltara de nada y hacía a la vez de enlace con el Gobierno vasco. «Fue un padre para nosotros. Todo lo que diga de él es poco», relata, todavía emocionado.
En Southampton, vivían en tiendas de campaña, lo que para una población formada por niños pequeños y adolescentes no dejaba de tener su encanto. Los ingleses no regateaban su ayuda y los fines de semana se acercaban a la valla con regalos y detalles (entre las visitas que recibieron estaba la actual reina Isabel II). «Había un maestro por cada 15 o 20 niños, y un auxiliar por cada diez», lo que, si tenemos en cuenta el desconocimiento general del inglés, era de agradecer. «Mi lengua era el euskera, me defendía mal en castellano y en inglés no digamos. La situación empeoró conforme pasaba el tiempo, porque las auxiliares se echaban novio y se marchaban».
Entre los recuerdos de aquella etapa hay uno que dejó especial huella en Luis Arbulu. «Los sábados nos llevaban al cine, pero antes de echar la película proyectaban un noticiario y entonces nos sacaban de allí. No querían que viésemos los bombardeos sobre las ciudades y el avance de un ejército que continuamente nos enfrentaba a los que estaban pasando nuestros padres». Arbulu, sin embargo, tenía allí los días contados. Sus padres regresaron de Francia y solicitaron que les enviaran a los tres hermanos de vuelta, lo que hicieron vía Bélgica y París en un convoy de la Cruz Roja que les condujo hasta Hendaya. «Recuerdo que se estaba librando la batalla del Ebro», desliza sin querer entrar en más detalles.
Pero la peripecia de Arbulu no estaría completa si no incluyera un episodio ocurrido mucho tiempo después, convertido ya en un industrial de éxito con acerías y desguaces repartidos por los puertos de Bizkaia, Barcelona y Valencia. Corría el año 1978, cuarenta después de su salto a Reino Unido, cuando el empresario, en constante contacto con aseguradoras de España, Nueva y York y Londres, recibió una noticia que parecía más una bufonada del destino. Salía a subasta un viejo conocido suyo, el 'Habana', que después del papel protagonista que jugó en la evacuación de los 'niños de la guerra' había emprendido una deriva menos heroica.
El vapor, acabada la Segunda Guerra Mundial, había sido transformado en un buque de carga mixto y pasaje con capacidad para 114 pasajeros. Sin embargo, su escasa rentabilidad y la incapacidad de los astilleros de aquel entonces para satisfacer la construcciones de buques congeladores hizo que la empresa Pescanova se fijara en él y lo reformase en Ferrol, cambiando su nombre por el de 'Galicia'. Reinventado, el barco pasaría su última etapa en los caladeros de Sudáfrica y Namibia, acompañando a una flotilla de diez arrastreros. Regresaría en 1978 a Vigo, donde Arbulu –que ya había desguazado diez años antes el 'Cervera', que le salió al paso cuando apenas era un crío– lo adquirió para cortarlo con grandes tijeras y reducirlo a láminas.
– ¿No lo lamentó?
– Me hizo ilusión. Mejor yo que otro.
El doctor Alan Young tiene la esperanza de encontrar a su «amigo de Bilbao»,
El doctor Alan Young tiene la esperanza de encontrar a «mi amigo de Bilbao», con el que trabó amistad en el colegio donde internaron a 45 niños desplazados
bilbao. «La primera vez que les vi, a él y a Enrique Garay, teníamos 7 años y yo, una pelota de tenis con la que les invité a jugar. Me llevaron a su casa y allí estaban las mujeres con los pies desnudos en un barreño lleno de agua con jabón, pisando la ropa como si estuvieran vendimiando porque no tenían lavadora. No había visto nunca las piernas de una mujer y salí corriendo», relata con la mirada perdida, como si hubiera pescado una perla a través de océanos de tiempo. El doctor Alan Young es zoólogo y su profesión le ha llevado a vivir desde Francia a Sudáfrica, pero los recuerdos que todavía son capaces de conmoverlo se gestaron en el número 8 de Cross Street, al lado de su casa de Caerleon, sur de Gales, cuando él era un renacuajo y el mundo un estanque lleno de sorpresas por descubrir.
Alan Young visita estos días Bilbao y San Sebastián en compañía de su mujer. Ha venido pertrechado con la curiosidad impenitente de cualquier viajero y una pregunta que le sacude la memoria desde hace 70 años, el tiempo que ha pasado desde que Francisco Álvarez, a la sazón de 14, regresó a España a instancias de una madre que había enviudado. El chaval tenía dos hermanos más, Gerardo y Josefina, mayores que él, que decidieron quedarse en Gran Bretaña, pero con quienes, paradójicamente, Alan no ha mantenido contacto. Sí lo ha hecho con Enrique, que también se asentó allí y con quien le sigue uniendo una gran relación, pero que igual que él ignora lo que fue de Francisco. «Un amigo de un amigo le dijo una vez que Paco tenía vínculos con la Iglesia, pero eso tampoco significa necesariamente que sea sacerdote», suspira, sabedor de que a determinadas edades tampoco puede descartar que haya fallecido.
EL CORREO ha tenido acceso a la relación de niños que viajaron en 1937 a Southampton. El listado recoge 4.160 nombres de los que sólo llegaron a embarcar 3.843, todos de entre 7 y 15 años. Si nos atenemos al relato de Alan, Francisco Álvarez tenía 4, aunque expertos como Jesús Javier Alonso Carballés, de la Universidad de Burdeos-Montaigne, aseguran que hubo niños que escapaban a esa horquilla. De los 61 'franciscos' que recoge el registro, ninguno es Álvarez, apellido que por otra parte comparten, ahora sí, Josefina y Gerardo, los hermanos de Paco, que figuran con los números 947 y 948. Curiosamente el único Francisco Álvarez que sobrevuela esta historia es el delegado del Comité de Evacuación del Gobierno vasco, aunque Alan se ve incapaz de vincularle a la biografía de su amigo.
El galés conserva todavía la imagen de aquellos 45 niños vascos que llegaron a su pueblo en el verano de 1937 y a los que en el pueblo, de apenas 3.000 habitantes, les abrieron los brazos. «Había una corriente de simpatía hacia ellos, quizá porque muchos eran hijos de socialistas. En Gales las familias se ganaban la vida en las minas de carbón y aquel perfil nos resultaba muy familiar», dice con una sonrisa desganada, ahora que la inmigración ha dado alas al 'Brexit'. «La gente olvida con facilidad». No tardaron en hacerse inseparables, «los tres mosqueteros», juntos en el colegio, en los entrenamientos de fútbol... a todas horas. «Yo en su casa y ellos en la mía». Había una mujer, María Fernández, también de Bilbao, que velaba por los niños, porque el desconocimiento del idioma era un problema y muchos tenían claro, sobre todo con el devenir de la guerra, que habían llegado para quedarse.
La amistad de los chavales se apuntaló conforme pasaban los años. «Los tres jugábamos en el Caerleon Dynamos: Enrique –que era un 'sprinter' nato, un huracán– de centrocampista; y Paco y yo de extremos, él por la banda derecha y yo por la izquierda». Francisco Álvarez, recuerda Alan, era de temperamento reservado y pensativo, «casi diría que tímido». También recuerda un periódico que publicaban los refugiados vascos «y con el que se sacaban algún dinerillo extra, poco seguro». Cuando acabaron la enseñanza primaria debían superar un examen para dar el salto al Grammar School, donde iban los alumnos más brillantes. «Lo superamos los tres, y eso que a ellos les supuso un esfuerzo enorme porque cuando llegaron ni siquiera hablaban inglés», elogia el galés.
Pero el sueño se desvaneció hacia el año 1949, cuando Paco, todavía menor de edad, fue llamado por su madre que había quedado sola en Euskadi. Ahí se le pierde la pista, el hilo del que Alan está empeñado en tirar al menos hasta el próximo miércoles, fecha de su regreso a Gales. La verdad es que uno no puede por menos que sentir simpatía por su tenacidad. «We shall never surrender», decía Winston Churchill cuando los bombardeos arreciaban sobre Londres. Él tampoco parece dispuesto a rendirse.
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