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El mundo asiste al «mayor éxodo registrado jamás». Solo en 2017, más de 70 millones de personas se vieron forzadas a abandonar sus hogares. Como si todos los ciudadanos de Francia dejasen sus casas a una. Un monstruo que «no deja de crecer» ... , advierte la Comisión de Ayuda al Refugiado (CEAR), y que tampoco entiende de continentes:de los 31.120 solicitantes de asilo que el año pasado llegaron a España, la mayoría eran de Venezuela (10.350), Siria (4.225), Colombia (2.460) y Ucrania (2.265). Un conflicto, este último, que Europa parece haber olvidado tras una temporada de tirón mediático y, sin embargo, «vive un momento crucial». En el Día Mundial de los Refugiados, hablan sus protagonistas.
Madi Touray - Gambia
Madi Touray trabajaba desde los 14 años en el restaurante de su padre en Kololi, Gambia, un paraíso de arena fina si no fuera por la dictadura de Yahya Jammeh. Alos 22 años, Madi huyó: «Un amigo me consiguió una visa y un billete, y supe que me iba tres días antes. Cogí una maleta y algo de ropa. Allí el sueldo medio es de 30 euros al mes y yo tuve que pagar más de 2.000. No me importó, solo quería salir». El 25 de junio hará dos años que aterrizó en Las Palmas solicitando asilo. Sus hermanos no lo sabían. «Quería evitarles problemas».
Diez días pasó Madi en una oficina de detención, sin saber una palabra de español, «solo inglés». Tras un mes en Canarias, el Ministerio del Interior le asignó una plaza en Bilbao, donde ha residido con dos familias voluntarias gracias a la ayuda de la Fundación Ellacuria, sede en la que se desarrolla la entrevista. Le ayudaron con el idioma y la cultura; él, a cambio, les enseñó un poco de wólof, lengua mandinka. Hizo cursos de almacén, de cocina, consiguió un trabajo y encontró un piso asequible. Todo pintaba bonito hasta que,como en el 65% de los casos resueltos el año pasado, el Ministerio le denegó la solicitud de asilo. Tras más de un año en el país, se encontraba en situación irregular y perdía automáticamente el permiso de trabajo. «Lo pasé muy mal, era empezar otra vez de cero».
Con las ayudas del programa foral Goihabe y la Cruz Roja, vive en un piso compartido y se mantiene con 200 euros al mes. No le quedan muchas opciones: hasta dentro de un año, cuando le sea concedido el permiso de residencia por arraigo social, no puede trabajar.
Si se le pregunta si desea volver a casa se pone serio:«No lo sé, no pienso en el futuro. No hasta que pueda vivir tranquilo». Para él, la calma pasaría por estudiar un Grado Medio de Hostelería y emplearse en Bilbao. «Aquí la gente es muy maja». Sus padres y sus tres hermanos, que siguen en Kololi, nunca le han pedido que vuelva. «Me dicen que tenga paciencia,'siempre adelante, nunca para atrás'». Como en Gambia: Yahya Jammeh fue derrotado en 2017. El año que viene habrá elecciones.
Artem Alinkov - Ucrania
Artem Alinkov se licenció en Económicas, aunque trabajaba de camarero en la ciudad ucraniana de Zolotonosha. Llevaba «una buena vida», que mejoró cuando se casó con la bióloga Yanina Alinkova y nació Anastasia. Pero en abril de 2014 estalló la guerra, la razón última por la que vino a Bizkaia hace tres años. «Los jóvenes se marchan para evitar que les alisten para la guerra». Acaba la frase con un gesto, no puede ir más allá.
Compraron los pasajes de avión y desembarcaron en Madrid «sin hablar castellano y apenas tres palabras de inglés». Uno supone razones poderosas para que dos padres con una niña «de meses» se expongan a algo así. Pidió asilo en Extranjería y le enviaron al albergue del Samur, donde pasaron un mes. Obtuvieron plaza en Bizkaia y llegaron a la sede de Cruz Roja en Bilbao, donde se desarrolla el encuentro. «Tengo que agradecerles mucho su ayuda». La familia pasó nueve meses en un piso de organización, junto con la hermana de Yanina y su marido, en la misma situación. Artem aprendió castellano en la propia ONG y encontró un trabajo en la fábrica de cristales La Veneciana. Su mujer, en un hotel de camarera.
Pero un mal día llegó la respuesta oficial y, sin demasiadas explicaciones, el Gobierno español denegó su solicitud de asilo. Fue en ese momento cuando se abrió el paraguas de Goihabe, que le facilitó formación –a Artem, un curso de pinche de cocina y otro de soldadura– y una ayuda de 477 euros mensuales para la familia. Sin los preceptivos tres años de padrón, no tienen derecho a la RGI.
Artem, a sus 33 años, es un tipo con arrojo, pero no lo tiene fácil. Para lograr un permiso de residencia y trabajo debería tener una oferta laboral de un año a jornada completa. «Y necesito el visto bueno. Solicitar un contrato y que además te esperen es mucho pedir», admite. Ese marco legal le aboca a las ayudas sociales más que a un empleo. Y ellos quieren trabajar. «La hermana de mi mujer también es bióloga y aquí trabaja de camarera. Su marido era abogado y descarga camiones con una ETT».
Con todo, se quieren quedar. «Estoy sorprendido de lo bien que nos han acogido». La pequeña Anastasia, de 4 años, no recuerda el lugar donde nació. «Habla ucraniano y euskera de maravilla». Cuando pueden, se reúnen con compatriotas y hablan de un país al que tardarán en regresar. Son refugiados, hijos de una patria en llamas.
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