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Acostumbrados a la comodidad y la higiene de nuestra época, nos resulta muy difícil imaginarnos la vida de los mineros de finales del siglo XIX y principios del XX, que en muchos casos eran nuestros abuelos o bisabuelos. Si pudiésemos colarnos sigilosamente en alguna de esas casas miserables de La Arboleda o Gallarta que se ven en las fotos de esta página, nos chocarían enormemente las condiciones en que subsistían: «Nos llamaría la atención la carencia de todos los utillajes que nos facilitan la vida doméstica, la pobreza de los materiales, la humedad, las malas condiciones de habitabilidad, el hacinamiento, el olor...», va repasando la historiadora Pilar Pérez Fuentes, una de las responsables del proyecto 'Mujeres de hierro'. Si nos quedamos el tiempo suficiente, quizá también acabemos apreciando algunas notas positivas: «Básicamente, ese sentimiento de solidaridad y comunidad que había en las casas y entre los vecinos de los barrios. Y nos sorprendería la vida en la calle: los 'dentros' de las casas eran prácticamente inhabitables, solo para refugiarse, y fuera oiríamos voces y muchos cantos, muchas de esas jotas que traían los que venían de fuera».
Ese entorno doméstico, de dureza despiadada, lo sacaban adelante las mujeres. Mientras que la parte masculina de aquel peculiar universo es más conocida, la femenina, como ocurre en tantos otros ámbitos, nos resulta invisible, reducida a cuatro tópicos en los que nunca profundizamos demasiado. Con 'Mujeres de hierro', que parte de un mandato de las Juntas Generales, la Diputación pretende precisamente rendir homenaje al protagonismo que tuvieron las mujeres en aquella época decisiva para Bizkaia: va a hacerlo a través de una exposición, que recorrerá la Zona Minera hasta ubicarse finalmente en el Museo de la Minería, y una publicación que recoge fotografías y testimonios contextualizados por Pérez Fuentes. «Eran mujeres de hierro porque vivieron, sufrieron y murieron en una tierra marcada por la minería. Y de hierro también porque fueron mujeres fuertes, luchadoras, resistentes», afirma la diputada de Empleo, Inclusión Social e Igualdad, Teresa Laespada, que ha descubierto hoy una placa de reconocimiento.
Poquísimas mujeres llegaban solas a la Zona Minera. Acompañaban a sus padres, sus hermanos o sus maridos. Pérez Fuentes recoge el dato de que, en 1900, los barrios altos de Trapagaran albergaban a 266 varones por cada 100 mujeres. Ellos encontraban trabajo deslomándose en la mina, aunque los salarios del sector difícilmente podían sostener a una familia que solía crecer muy rápido. Algunas de ellas también se colocaban en las explotaciones: cargaban los cestos, clasificaban y lavaban el mineral, ejercían de cartucheras... Pero, en el escalón más bajo del organigrama, sus sueldos eran tan bajos que ni siquiera se equiparaban con los de los pinches. «Trabajar en las minas era una opción extrema», apunta la historiadora, y solía deberse a situaciones de angustiosa necesidad, como era el caso de las viudas.
La ocupación profesional más habitual de las mujeres era una extensión de su trabajo doméstico que suele pasarnos inadvertida. A la comarca seguían llegando hombres y más hombres solos que necesitaban algún tipo de posada, por mísera que fuese: en esa casa que hemos visitado en el primer párrafo, es muy probable que no viviese solo el matrimonio con algún padre o tío y una buena recua de hijos, sino también varios de esos jóvenes solos desplazados desde Castilla, León o Galicia en busca de un porvenir incierto. «En 1900, en años de máximo apogeo de las explotaciones, más del 60% de los jornaleros de San Salvador del Valle estaban domiciliados como huéspedes a cargo de las esposas o viudas de trabajadores fijos», recoge Pérez Fuentes. Les pagaban unas diez pesetas al mes por la cama, la limpieza, la comida y el lavado de la ropa. Además, las mujeres también solían ocuparse cosiendo, llevando tarteras de comida a las canteras, limpiando barracones, recogiendo arena –imprescindible, a falta de jabón, para fregar la casa y los cacharros– o incluso como añas que amamantaban criaturas ajenas.
De nuevo, se nos hace difícil imaginar lo penosas que resultaban las tareas domésticas en aquellas familias extensas y con huéspedes. La jornada empezaba muy temprano, porque había que encender el fuego antes de que el cuerno de la mañana llamase a los mineros, y después se sucedían los desplazamientos para recoger agua, para lavar, para buscar leña... Era habitual ver a mujeres embarazadas que acarreaban madera o pesados barreños. Además, había que remendar la ropa, parchearla, confeccionar prendas de francesilla o mahón para los niños y las mujeres de la casa...
Aunque era una vida de privaciones para todos, estas se repartían de manera desigual: según recogió el Instituto de Reformas Sociales en 1903, los mineros vizcaínos gastaban el 22% de su salario en bebidas alcohólicas. La taberna, las partidas de naipes, el tabaco, la ropa comprada o incluso los zapatos eran gastos que se contemplaban para ellos, pero no para ellas. 'Mujeres de hierro' recopila algunos de los testimonios orales recogidos en Ahoa, el Archivo de la Memoria, y en ellos se puede comprobar la resistencia de aquellas sufridas mujeres que podían con todo: «Aquello era muy duro –concluía una de ellas, Feliciana Larrínaga–, pero merecía la pena a pesar de todo, porque mis hijos siempre tenían algo que llevarse a la boca. Me quedé con cinco hijos y eran tiempos amargos».
Los testimonios recogidos en la década de los 90 o a principios de este siglo y depositados en el archivo Ahoa permiten escuchar directamente a quienes vivieron, en su juventud, aquel ambiente de la zona minera. No faltan declaraciones estremecedoras como la de Feliciana Larrínaga: «Entré a trabajar a la mina Rubias, donde cargaba vagones de mineral como los hombres. Más tarde pasé a los lavaderos de mineral a escoger chirtas y allí, llena de agua y de barro con un hijo pequeño a mis espaldas, pues el pobre así esperaba la hora de mamar, transcurría mi perra vida». Muchas de aquellas personas recordaban muy bien la dureza de sus condiciones de vida y las distinciones que se hacían entre el trabajo del hombre y el de la mujer. «A por agua solo iban las mujeres: si iba un hombre a por agua con baldes, le llamaban marica», evocaba Benedicto Fernández. «Se fregaba en un balde y se traía arena para fregar. Había un barrio que llamaban La Lejana. Allí iban muchas mujeres con baldes y luego vendían arena por las casas», explicaba Pedro González. Y Elisa Antón resumía, en un detalle significativo, el abismo entre sexos: «Por la mañana teníamos que salir con los orinales que dejábamos debajo de las camas. Si había cuatro cuartos, había cuatro orinales, uno encima del otro, a tirarlos a las afueras de las casas. Sí, sí, eso era cosa de mujeres, ¡ay!, los hombres con su trabajo cumplían, ¿eh?».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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