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La campana del Ángelus rasga el silencio del convento de las Capuchinas de Basurto, un remanso de paz rodeado de bloques de viviendas a un tiro de piedra de la autopista. Es mediodía, pero las hermanas han consumido ya media jornada: llevan levantadas desde ... las cinco de la madrugada, consagradas a sus rezos, a sus pequeñas y grandes obligaciones. Ora et labora. Laudes, nonas, vísperas y rosarios compartimentan el día, mientras las más animosas elaboran los bizcochos, tejas y mostachones con cuya venta obtienen los ingresos necesarios para salir adelante, más aún tras la pérdida de las pensiones con que se ha resuelto el fallecimiento de sus hermanas más veteranas.
Cuando se les pregunta qué papel juegan las órdenes contemplativas, los conventos de clausura, en pleno siglo XXI, sor Esperanza invoca el valor de la oración como el mejor antídoto contra todo lo que de perverso tiene la condición humana, «desde las guerras hasta la desunión de los matrimonios». Ellas son la última línea de defensa de una fe que pierde posiciones ante la progresiva secularización de la sociedad. Cuando se les pregunta si no piensan a veces que lo suyo sea como predicar en el desierto, cierran filas y su respuesta no ofrece resquicio a la duda. «No, nuestro compromiso es grande y se basa en la confianza que tenemos en Dios, a él le corresponde elegir el momento de dar fruto». Su receta es la esperanza.
Las Capuchinas de Nuestra Señora del Pilar son una de las catorce congregaciones de clausura que sobreviven en Bizkaia -cuatro de ellas en Bilbao y sólo una de hombres-, acosadas por la falta de vocaciones y reducidas a un puñado de irreductibles, reclutadas a lo largo y ancho del planeta. Una pequeña Babel. Son tres mexicanas, cuatro keniatas y una de India. Todas de entre 30 y 40 años. La única española es sor María de los Ángeles, una basauritarra de 93 años postrada en cama y de quien cuidan las demás. «Ella es la única raíz que nos queda, una auténtica columna para la comunidad en cuya fortaleza nos miramos todas», desliza Esperanza.
Sin ruidos ni escándalos. Para muchos representan el vecindario ideal. «La gente nos quiere y eso se nota; si ven algo raro, ellos mismos avisan a la Policía»
El valor de la oración: «Rogamos para que las elecciones den resultado y por quienes se corrompen»
Su reclusión no les impide sentirse parte del tejido social de Bilbao. Muchos las ven como el vecino ideal; aquí no hay ruidos ni escándalos los fines de semana. Sólo el jardín escapa a la atmósfera de misterio que envuelve el edificio, levantado en plena Guerra Civil y anacrónico a más no poder, quizá por aquello de que su reino no es de este mundo. Sus muros de piedra filtran las risas sofocadas de las monjas, expertas en hacer una fiestas de cualquier acto banal. También los tiros a canasta que sor Leticia y sor Rosalía ensayan en el patio, y que a menudo despiertan la curiosidad en ventanas y balcones. Extramuros. «La gente nos cuida, nos quiere, y eso se nota. Cuando ven alguna cosa rara, avisan a la Policía. Ellas corresponden abriéndoles las puertas de la capilla entre semana y de la iglesia los domingos y festivos. Allí rezan todos, juntos pero no revueltos.
Basta un par de horas detrás de esos muros para comprender que la suya es una opción que exige mucha valentía, más aún con el bombardeo constante de estímulos al que nos acostumbra la sociedad de consumo. ¿Se arrepienten alguna vez? Ellas, rotundas, dicen que no. «La clausura no es un fin, sino un medio para desarrollar nuestra forma de vida contemplativa que es orar, el modo que tenemos de entregarnos a los demás. Si no tuviéramos esta separación que nos mantiene a salvo de las distracciones, seríamos como todos los demás. Sólo desde la soledad -añaden- se puede dar testimonio real. Necesitamos la clausura para que la oración pueda enraizar y dar fruto».
Eso no significa que sean totalmente impermeables a lo que hay alrededor. Elecciones, cambios urbanísticos que van modelando la ciudad, eventos deportivos, corruptelas... ¿De qué hablan las hermanas? ¿Qué les preocupa? «Lo que nos preocupa de verdad es la conversión de los pecadores, no somos ajenas al mundo. Al contrario, nuestra labor es pedir a Dios por quienes se corrompen, por quienes no acaban de dar con la tecla pese a sucederse los procesos electorales». En verdad tienen trabajo por delante. Fieles a esta filosofía fueron a votar el pasado 10 de noviembre. Y nada de por correo, lo suyo fue presencial. En el colegio electoral. «El Papa Francisco ha emitido un documento que nos brinda la oportunidad de salir en casos excepcionales, no sólo cuando tenemos que ir al médico por motivos de salud».
El terremoto más reciente del que han sido testigas ha ocurrido, sin embargo, de puertas adentro. Acaban de inaugurar un obrador con el que contribuyen a los gastos de la congregación. «Ya no contamos con las pensiones de las hermanas más mayores, a cuyo cuidado antes nos dedicábamos. Teníamos ocho postradas en cama, pero se han ido muriendo. Ahora tenemos que buscarnos la vida». No es que sea la primera vez, «antes lavábamos y planchábamos a los jesuitas». Pero esto es un peldaño más. Así lo demuestran las remesas de esponjosos bizcochos (de chocolate, de nueces, de almendras, de dominó, el integral con frutos secos), fragantes pastas y tejas y suculentos mostachones. Y todo a precios económicos: los primeros por 5 euros, las pastas a 2,50, las tejas a 3,50. Menuda tentación. «Y ahora que se aproxima la Navidad comenzaremos con el mazapán de almendras», detalla la hermana Verónica, a cargo de la sala de etiquetado y empaquetado. «Una excusa perfecta para animar a la gente a que se acerque».
Mientras Verónica enciende el horno, Josefina, Leticia, Rosalía y Gracia se afanan en la mesa. Pesan los ingredientes, tamizan la harina, baten los huevos, mezclan los yogures y el aceite de oliva... En los tres meses que llevan trabajando, sin duda el producto estrella son los bizcochos y mostachones, estos últimos pastas deliciosas batidas a punto de turrón. «Todo es artesanal, hecho a mano, como se espera de las monjas. Y lo más importante, sin prisas. Aquí nos tomamos todo el tiempo que sea necesario». Viéndolas trajinar con los moldes uno no puede evitar una sonrisa. Se mueven como hacendosas hormiguitas. «Es como una cadena de producción -ríen las hermanas-, sólo que hacemos dulces en lugar de coches».
Los días transcurren con precisión milimétrica. Se levantan a las 5.30 de la mañana y desde el primer momento la oración es el eje que vertebra sus rutinas: dos horas antes del desayuno, Eucaristía incluida, laudes. Cumplido ese cometido, las hermanas se desperdigan por el recinto: una se va a la sacristía, otra a la cocina, otra al comedor. No todos los días hay obrador, sólo dos o tres. Dos monjas, sor Esperanza y sor Manuela, se encargan de atender a la mayor de todas, María de los Ángeles. Tampoco descuidan las labores de limpieza. Capilla. Comida. Siesta. También dialogan. ¿De qué? De la homilía, del Evangelio.... Una escucha la COPE por la mañana y luego traslada a sus compañeras lo que llega a través de esa ventana al mundo. Entrada la tarde, después de nonas, toca 30 minutos de estudio de canto o de lectura espiritual, seguido de más rezos -vísperas y rosarios-, una cena frugal y... a soñar con los angelitos.
140 monjas de clausura hay en Bizkaia, repartidas en trece conventos, todos federados o en vías de estarlo. Tres pertenecen a las Clarisas, dos a las Carmelitas Descalzas y dos son de Dominicas. Con uno están las Agustinas, Agustinas Recoletas, Capuchinas, Concepcionistas, Mercedarias y Pasionistas. La única orden contemplativa masculina son los monjes cistercienses de Bolibar-Zenarruza, que regentan hospedería en el Camino de Santiago.
Fuentes de ingresos. Monjas y curas cotizan a lo largo de su vida y en consecuencia cobran una pensión. El fallecimiento de las mayores y la falta de relevo les obliga a completar sus ingresos. Capuchinas, Dominicas de Elorrio, Mercedarias de Elorrio y Clarisas de Artebakarra hacen dulces (la última también tiene una hostelería). Las Agustinas de Bilbao elaboran formas consagradas.
40 monjas han llegado del extranjero. Kenia es el país con mayor representación (16), seguido de México (6) e India (5). Completan la lista Vietnam (4), Tanzania (3), Filipinas (2), Perú (2), Madagascar (1) y El Salvador (1).
Pobreza, castidad y obediencia son las vigas que sostienen su universo. «Si fallo en uno, fallaré en los tres», relata Esperanza mientras sostiene el crucifijo que lleva el cuello, arrebatada mientras dirige la mirada al cuadro de Santa Clara que mira al claustro. Dieciséis años después de ingresar en Basurto, dice que Dios posó su mirada en ella desde muy pequeña y que nunca ha necesitado más. Su fe no necesita de más alimento.
La vida monacal es tan espartana y prescinde hasta tal punto de lo accesorio, que cada detalle está preñado de significado. La vestimenta de las capuchinas es un buen ejemplo de ello. «La sencillez y la humildad es el rasgo que mejor nos describe», desliza Esperanza. El velo, por ejemplo, «simboliza que somos esposas de Cristo». El hábito es marrón, en la más pura tradición de San Francisco de Asís, cuya estela siguen como hacen los franciscanos o las clarisas. También tiene su razón de ser la soga con que se ciñen la cintura y los tres nudos que la rematan. «Son los votos de pobreza, castidad y obediencia que representan a la congregación».
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