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Fue a comienzos de este siglo cuando un amigo nos pidió que le acompañáramos a la entrega de un premio. Siendo de origen encartado, iba ... a ser homenajeado en un lugar de Galdames que no conocía. Allí fuimos. Tras veinte minutos por carretera llegamos a un serpenteante camino. Lo que nos esperaba arriba nos dejó boquiabiertos. Torre Loizaga era un lugar de cuento, donde las carrozas eran coches de ensueño. Desde entonces no paro de recomendarla. Sobre todo desde que tuve el placer de conocer a María, una de las personas que mantienen la promesa hecha a Miguel de la Vía. Que esa torre y ese legado sean eternos.
María López-Tapia de la Vía es sobrina de aquel emprendedor que siguió la senda familiar y la mejoró. Canteras y aventuras en la construcción que le generaron poderío y fortuna. Pero todo tiene un comienzo. Miguel nació el 4 de febrero de 1932 en Galdames, tierra de su padre Benjamín. La madre, Leonor, era de Carranza. Apenas había dado su primera bocanada se trasladan, con sus hermanas María Jesús y Julia, al 1 de la Plaza Indautxu. Allí crece y juega mientras hinca codos en el colegio de los Jesuitas. Tras la Guerra Civil pasan al edificio de Elcano 14 construido por su padre, cuya oficina estaba en la Plaza Venezuela. Todo iba bien hasta que Benjamín fallece. Miguel tiene 18 años y debe dejar su carrera de Ingeniero para coger las riendas.
Es entonces cuando arranca su leyenda. Levanta un imperio. A diferencia de otros, era poco dado a los actos sociales y aún menos a alardear. Por eso tardamos en conocer sus coches. El primero fue un Silver Shadow de los 70, matricula de Bilbao. Cuando llegó el tercero decidió hacer la colección. El último lo adquirió en 2006, tres años antes de su muerte. Hablamos de 45 Rolls Royce y 30 vehículos de otras marcas. María recuerda con especial cariño el australiano de 1912, que era una limusina.
Al contarlo regresa a sus años de infancia, cuando correteaba por Torre Loizaga. Un lugar que dice mucho de la forma de ser de aquel hombre. La casa familiar estaba en Galdames, donde pasaban los veranos. Miguel acostumbraba a madrugar y a recorrer Las Encartaciones. Conocía todas las torres y se fijó en una abandonada. Era del siglo XIV y situada en un cruce de caminos que iba a Balmaseda. Quizá por ello estuvo habitada hasta los 50. De la Vía se hizo con ella y en 1985 inició las obras. Como en todo cuento que se precie, estaba cubierto por zarzas y maleza. Investigó, viajó a tierras de Castilla y, piedra a piedra, convirtió el lugar en uno de los rincones más bellos de nuestra tierra.
Allí vive su colección. Les aseguro que se nota su presencia. En cada coche, en cada pared. Incluso en el aire. Ese que respiraba junto a su mecánico José Ángel mientras tomaban una cerveza y disfrutaba contemplando a sus hijos sobre ruedas. De los otros no tuvo. Por eso dejó todo a sus sobrinos. Y por eso María lo siente tan presente. Al fin y al cabo era su padrino. Por eso puede desatarnos retales del ayer para contar curiosidades de Miguel. Como que a los 3 años tuvo una enfermedad. Lo que no le impidió boxear en el Deportivo de Bilbao. Otra de sus pasiones, junto a la pintura y la música. Tocaba el piano y el acordeón. Por casualidades de la vida, compartió días de colegio y amistad con Joaquín Achúcarro. Aunque el destino le llevó por otras carreteras.
No deja de ser curioso que su colección fuera descubierta por una romería. Junto a Torre Loizaga está la ermita de Santiago. Allí tiene lugar una romería donde se juntan más de 4000 personas. El cura le animó a que abriera su colección ese día. Lo hizo. El resto ya lo conocen. O no. Quedan misterios. Ya les decía que hablábamos de un cuento. El que empezó con un hombre que tuvo un sueño, lo alcanzó y nos lo dejó como legado para que, en él, todos podamos entrar.
A solicitud de persona interesada en la rectificación de hechos inexactos, este diario rectifica parte de la información contenida en el artículo, expresando que, dada la documentación que nos ha sido exhibida, no es correcto que el Sr. De la Vía falleciera sin descendencia.
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