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El viernes, en un paseo de un par de horas por Bilbao, uno se daba cuenta de una cosa: en este momento de la crisis del coronavirus, es como si la gente fuese por distintos capítulos de una misma serie de televisión, de esas ... que nos han enseñado a desenvolvernos en la distopía. Unos, los menos, continúan en la fase del enroque en la vida normal, de la tranquilidad más o menos impostada, incluso de la protesta por todo este latazo que les están dando. Otros han pasado ya al momento de la distancia social, de caminar como si todo el mundo pesase 300 kilos y hubiese que rodearlo dejando un espacio holgado entremedias. Y muchos han llegado ya al que, de momento, es el episodio más reciente de esta serie tristemente real: el de encerrarse en casa y salir solo en fugaces expediciones de abastecimiento. Evidentemente, a la mayor parte de este último grupo no se la encuentra uno por la calle, pero su existencia queda clara en la actitud de mucha gente que ha tenido que salir por obligación, condicionada por el trabajo o por alguna gestión ineludible, y que disculpa su presencia en la vía pública con cierto apuro, como si los hubiesen sorprendido haciendo algo muy feo.
El coronavirus está dando lugar a un cambio de hábitos y ritos sociales que, en algunos aspectos, quizá se vuelva duradero. Otras consecuencias se suponen más coyunturales, como la escasa afluencia a la zona de bares del mercado. «Todas estas mesas de aquí las tendría llenas –suspira el camarero de la Vermuteka, abarcando el vacío con un giro del brazo–. Tenemos menos pintxos y, por supuesto, todos tapados». ¿Y ha notado el distanciamiento entre parroquianos? «Yo creo que en eso seguimos siendo temerarios».
La plaza de Unamuno es un lugar de encuentros, donde se cita mucha gente, y eso permite comprobar cómo evolucionan los saludos. Hay personas que siguen dándose dos besos o estrechándose la mano (muchos de ellos, a la vez que comentan que no deberían hacerlo), pero también amagos frustrados. Ana Hervías le retira la cara, en una 'cobra' modélica, a su amiga Montse, que iba a besarla llevada por la costumbre. «Hasta el jueves, el coronavirus no había supuesto ningún cambio en mi vida. Pero, cuando informaron de que iban a cerrar las escuelas, me empezó a entrar el miedo. Nosotros siempre tenemos a nuestra nieta de 12 años, pero ahora nuestra hija no nos la deja», detalla Ana. En el espacio central de la Plaza Nueva, habitualmente abarrotado de paseantes, críos y turistas, solo se ve a cuatro señores que charlan en un rincón. Están rodeados de periódicos y hablan de lo único que se habla estos días. «Esto ya se ha quedado vacío. Yo intento prevenir, me desinfecto mucho las manos, porque soy bastante hipocondriaco. Cinco amigos han querido darme la mano y les he dicho que no», comenta Santos Aparicio, jubilado hace seis meses.
De vez en cuando, uno se cruza con personas que llevan mascarilla (cuatro en dos horas), pero, con lógica impecable, rehúsan detenerse a hablar, aunque sea de lejos. En un cruce del Casco Viejo, un tipo escupe y varias personas le dirigen una mirada de reproche: ojalá esta crisis logre que, por fin, se erradique esa nefasta costumbre de ir regando el suelo con esputos. Entre los transeúntes, aparece un hombre con alzacuellos: es el obispo, Mario Iceta. ¿Cómo lleva la distancia social un hombre que se pasa la vida saludando? «Cumplo las prevenciones que mandan las autoridades sanitarias: no doy la mano y trato de no aglomerarme. Es cierto que se nos hace raro saludar a la japonesa, con una inclinación de cabeza, pero tenemos que ser obedientes y obrar con el máximo esmero». ¿Y se ha resignado también a que vaya menos gente a misa? «Es de sentido común, pero hay muchos medios para seguir la eucaristía desde casa. Es importante vivir este momento con serenidad y esperanza».
El Arenal, la estación de Abando, Gran Vía... Todo se ve inusualmente despejado de gente. Frente a una puerta, tres compañeros de oficina fuman manteniendo la distancia reglamentaria, igual que si se interpusiese entre ellos una mesa camilla invisible. Por Berastegi avanza Arturo Trueba, el director de 'La Ría del Ocio', que ha ido a recoger un ordenador para teletrabajar. «Parece que Bilbao ha retrocedido treinta años o más, porque las calles están muy vacías. Los bares siguen abiertos, pero con el dueño en la puerta, mirando, y en el metro se nota la falta de viajeros desde hace días», repasa. Arturo afronta con incertidumbre el próximo número de la publicación, el de finales de este mes, ya que la agenda cultural sencillamente ha dejado de existir. «Estamos pensando en una programación más amplia, que abarque hasta finales de abril».
Acaba de llegar un metro, con destino en Basauri, y por el acceso de Berastegui solo sale una persona, Celia. Pertenece a ese colectivo que pisa la calle por obligación. «Me han dado el alta justo hoy y tengo que llevarla al servicio médico. En cada vagón veníamos dos personas, y la verdad es que a la gente se la ve prudente». El siguiente convoy viene más lleno, con los viajeros situados a intervalos regulares, igual que damas repartidas por el tablero. Nadie se pelea por ocupar el asiento que ha quedado libre entre otras tres personas, que ya no se ve como un codiciado tesoro sino como un peligro. Un adolescente se protege con mascarilla: «Hoy es la primera vez que me la pongo, las compró mi madre. Resulta un poco extraño y molesta un poco, pero es por la salud de todos», afirma el chaval, que está en cuarto de la ESO y no sabe muy bien qué va a pasar con sus estudios.
En Santutxu, con su brutal densidad de población, lo de marcar las distancias no siempre resulta sencillo. Abundan en el barrio los negocios con propietarios chinos, como bazares o centros de manicura, pero casi todos han bajado la persiana. Una excepción es el hipermercado Wei & Jie, donde han rodeado la zona de la caja con una mampara de plástico transparente, la versión doméstica de esas campanas de seguridad en las que trabajan los microbiólogos. Todo el personal lleva mascarilla y guantes. «Los chinos tienen una aplicación en la que se cuentan cómo hacer las cosas y se pasan ideas unos a otros. De los clientes, hay unos que se toman bien lo del plástico y otros que no», comenta una de las empleadas, la boliviana Lía Gil, desde detrás de la pantalla protectora.
La prueba más inequívoca del cambio de mentalidad que se está operando en los bilbaínos quizá sea el ascensor municipal entre Iturribide y Zabalbide. Habitualmente, no deja de subir y bajar, bien cargado de ocupantes, pero ahora mucha gente prefiere encararse con las temibles escaleras, para ahorrarse el recelo de los botones, las barras metálicas y los extraños que tosen. A Mari Carmen Blanco, de 77 años, no le queda otro remedio que usarlo, porque camina ayudada por un bastón, pero tampoco le hace mucha gracia esa idea de compartir un espacio cerrado: «Hasta hace unos días iba siempre lleno, pero ahora lo coge muy poca gente. Tienen miedo, y yo también, pero hay que hacer la compra y no puedo ir por las escaleras. Hemos subido un señor y yo y nos hemos puesto uno en cada esquina. Nos hemos saludado, claro, pero de lejos».
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