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Los dedos bailaban en la puntera del zapato como zapaburus en un balde. Era norma no escrita que en septiembre el calzado debía ser dos números mayor para que aguantara el curso. Nada que no pudiera solucionar una buena plantilla. Por eso el mes noveno ... olía a libro nuevo y zapato estrenado. Podían ser los comprados en Morales de Urquijo, Zulueta de Fueros, Archi donde calzaban a quienes compraban la ropa de Veritas, las míticas José Luis en Castaños, Otazua, Zubiri, Nerea o Lobato. No me olvido de la Viuda de Baldomero Fernández en el 6 de Tendería o Samar y Milagritos, donde vendían las merceditas tan amadas por las madres como odiadas por los hijos. Aunque en los cajones de la memoria el niño que sigo llevando dentro no puede evitar rememorar Calzados la Palma, donde la compra tenía su guinda en forma de globo que acababa en el cielo del Arenal, y Jardilín donde comprar zapatos permitía cabalgar en el pequeño tiovivo que habitaba al fondo de la tienda. Luego estaban los uniformes.
Algunos no los tuvimos, pero muchas generaciones saben lo que era portarlos, varias tallas más grandes, que allá por primavera empezaban a quedar bien. Lo que en el caso de las chicas de El Carmen, El Pilar, La Pureza, Jesuitinas, Esclavas, Irlandesas y otros centros escolares, suponía empezar el curso con la falda en las rodillas y terminarlo a la altura de las ingles. Hablamos de un tiempo en que la economía dejaba poco espacio al dispendio. Por suerte se podían heredar libros y forrarlos de nuevo para que parecieran recién estrenados.
Hasta que veías las páginas subrayadas. Todo colegio tenía librerías de cabecera. En Indautxu, entre otras, la del Niño Jesús, el Carmen en Ercilla y Rojas en Eguía. Servidor jamás olvidará la que regentaba el librero Xavier en Ajuriaguerra 25. El olor al plástico con el que forrábamos los libros, el de las carpetas sin usar y el de la goma blanca de Milan permanecen aún en la nariz.
Como el de las Carameleras donde buscábamos dulces para sobrellevar el nuevo curso. Recuerdo a una señora que se apostaba fuera de la cervecería la Salve, frente a Comercial Ávila, tras las escuelas de Indautxu. Y cuando entramos en otras como la de Fernando frente a Jesuitas, la que estaba en los bajos del San Luis, la de Garrapiñadas junto a la Plaza de Indautxu, Rosines en Pozas, la tienducha de Pérez Galdós, la tiendita Verde frente a Agustinos o la de Doña Paquita en Barrainkua.
Todas ellas nos suministraban regalices enroscados con bola amarilla en medio, pipas con premio y sobres Montaplex que lo mismo te permitían montar un fuerte con indios y vaqueros que organizar la entrada en Berlín con todo tipo de soldados y tanques. Y como todo tenía su edad, una tarde traspasabas el umbral del Carambola siendo niño y salías adolescente. Imposible olvidar sus billares y futbolines, donde si palmabas pasabas por debajo, o sus mesas de ping-pong que por entonces parecían inmensas.
Por aquello de los quinquis, algunos no llevábamos reloj. Así que nos guiábamos por los que tenía el local en las paredes y en el lugar donde se guardaban las bolas. También había relojes en el King-Ball. El reino de las máquinas de petacos. No hace mucho utilicé esta palabra en la radio y descubrí que más allá de Pancorbo lo llaman pinball. Fueron pioneros a la hora de incluir en su oferta las novedosas máquinas de marcianitos. Primero había que aterrizar una nave, similar al Eagle del Apolo 11 y luego evitar invasiones alienígenas. Y así suma y sigue.
No podíamos dejar pasar esta semana sin recordar los aromas, las texturas y los lugares de aquellos septiembres de los años de zapatos grandes y chuches pequeñas.
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