Urgente Un incendio en un bloque de viviendas desata la alarma en Basauri

Miraba el cubilete como si pudiera ver su interior. Allí todo era mentira. Sobre todo el clarete. No tenía etiqueta y dudo que fuera hijo de una uva. Puro petróleo. Era parte de la esencia. Que el trago fuese duro. Por eso intentaba adivinar las ... caras de los dados. Aunque casi daba igual. Llevaba cargamento de vino como para llenar una bodega. No es que fuera torpe en las apuestas. Que también. Sino que me gustaba una chica que no nació para echar dados. Perdía siempre. Y mientras rulaba el cubilete, servidor bebía lo suyo y lo de ella. Cosas del amor. Acabamos saliendo. Pero duró más la resaca que la novia. Es lo que tenía jugar al kinito.

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Hace unos lunes hablamos de que ya no se pone bote y que se confirma la decadencia de la cuadrilla de toda la vida. Ha tenido eco y algunos lo utilizan para asegurar que fuimos mejores. Error. Hablemos también de la cara B. El beber sin sentido. Se sigue jugando al kinito, pero en los 80 y 90 era la ruleta rusa de nuestra generación. Horas eternas en una mesa de bar con serrín en el suelo y fluorescente en el techo. Templos donde el cáliz era vaso con olor a trapo de fregar.

Había más finos. Y nos encantaban. Pero pillar sitio era una quimera. Quizá por eso todos teníamos un rincón. He pedido a gente cercana que cuente los suyos. La lista es eterna. Muchos no están o ya no adoran al rey kinito pero, al menos durante estas líneas, seguirán estando. Como el Poza 40. Que sigue abierto. Las colas para pillar cubilete eran legendarias. El 42 también tenía su parroquia. Igual que en el Anaiak o el Umaran. Lo que no habrá visto la báscula apoyada en la pared. O el Pedro de García Rivero, famoso por los caracolillos, pero cuyas tardes agitaban cubiletes. Igual que en el Or-Konpon o El Caribe, donde jugabas en la barra. Como en el Matxitxako antiguo. Aquí no por falta de sitio sino por costumbre. Imposible olvidar el Sebas y el Marfil, que se retaban para ostentar el título de mejor kinitódromo. Recuerdo a Manoli, la señora grande que nos toreaba de cine. Y qué decir del Jack.

O uno cuyo nombre no recuerdo y se ubicaba en la galería donde se encuentra el txoko de Peritos. Si bajábamos a las Siete Calles, El Soiz 1 y 2 de Barrenkale y Esperantza. En la que también estaba el Arratiano. Como El Abuelo de Iturribide, Los Amigos, Los Perolos, El Toki, El Benítez, El Rancho, El Bahía o el Zabal de una Zabalbide que venía a ser Las Vegas del kinito. Ya en Santutxu, bares con nombre propio como Verónica, Jose Mari y el de Bego. O los que hablaban de números como los Unos y el Hamaika. En Deusto, Luzarra cobijaba muchos. En uno conocí a la chica de la que les hablaba. No recuerdo el nombre del local. Lo que da una idea de cómo llegábamos y salíamos. Tenía la barra a la derecha y las mesas a la izquierda. A fondo, junto a la puerta, un ventanal. O no. Los ojos se centraban en el cubilete y en la potencial novia. Como para mirar la decoración. Sucede igual con otros locales y zonas como El Bancaya, El Ganeko, El Patxi, El Bonsay, El Cogollo cerca de Briñas, El Marcos o El Candil. En cambio hay otros que los recuerdo como si estuviera en los 80. Es el caso del Mugi antes de que Tori y compañía llenaran la barra de 'machacaus'. Coñac con sifón y golpe en la mesa. Eso sí que era agitado y no el Dry Martini de Bond. Pero de brebajes hablaremos otro día. Hoy nos quedamos mirando al cubilete que esconde recuerdos y vergüenzas. Al fin y al cabo, tuvimos cara B. Fue en un tiempo absurdo. Cuando los dados manejaban nuestro vaso y, con él, nuestras incipientes vidas.

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