Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
Ahora le ha tocado al Toblerone ser el señalado. El mítico chocolate de las pirámides no nos lo contaba todo. La Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición ha advertido a las personas con alergia o intolerancia a la leche, almendra, soja y huevo: un ... chocolate de esa marca lleva dichos ingredientes, aunque no figuren en el etiquetado. Y podría generar problemas. Perfecto. Todo lo que sea avisar antes de lamentar nos parece estupendo. Pero cada vez que leo o escucho una noticia así me pregunto cómo habremos logrado sobrevivir los de las generaciones anteriores. No conozco a nadie que leyera los ingredientes antes del siglo XXI. Casi mejor, porque «leche pura 100%» o «sin conservantes, ni colorantes» eran máximas de las que muchos presumían, pero rara vez cumplían. Basta con recordar la bollería industrial de los 70 y 80. Esa que nos dejaban comprar si antes comíamos el bocadillo de chorizo de Pamplona o un plátano, porque tenía mucho potasio. Cumplida la misión podías masticar algo extremadamente dulce, del color del coche de la Barbie, que homenajeaba a cierto personaje televisivo. La Pantera Rosa. Fue uno de los bollos a los que logramos sobrevivir. Pero no él único. Entrar en la caramelera, antes las tiendas de chuches se llamaban así, era penetrar en el lado oscuro.
Esa bollería sigue existiendo. Pero ahora pasa filtros y normas que antes ni existían, ni se esperaban. Solo mandaba el ojo materno ejerciendo de jefe de aduanas. «Esto sí, esto no». Solía ser aleatorio. En casa, por ejemplo, el Bony era el que menos oposición materna recibía. Quizá porque su aspecto de bizcocho rodeado de chocolate, sin aparente colorante y relleno de crema y toque de mermelada no parecía demasiado artificial. El Tigretón, luciendo cual rollo compuesto por mermelada de albaricoque y crema, tampoco sufría demasiado escarnio. Pero la Pantera Rosa era otro asunto. «¡Uf, eso es todo colorante!», decían los adultos. Al fin y al cabo en pocas casas había recetas de tartas o pasteles envueltos en dicho color. Así que el «¡Ese no!» iba por delante. Que nos encantara era la demostración de que no debía ser bueno para los niños por la máxima de que si gusta engorda o es malo. Y lo mismo servía para los helados. Por algún extraño motivo a mi madre un Corte, helado de vainilla o nata entre dos láminas cuadradas de fino barquillo, le parecía un buen cierre a la merienda veraniega. Pero si era en cucurucho ya tenía un punto de vicio. Desconozco la razón. Aunque el drama llegaba cuando querías un polo. «Hielo con colorante. A saber qué le echan», proclamaban los mayores, incapaces de pensar que muchas de las cosas que comían y bebían no eran en origen de ese color.
Recordemos sus caras cuando volvíamos del chiringuito con un Drácula. Polo de Coca Cola, o algo así, fresa y vainilla. Ni este último ingrediente le salvaba de la condena. Por no hablar de las cremas de cacao. La blanca era sospechosa. Aceptaban la que tenía aspecto de chocolate oscuro derretido. Aunque no entendían que eligiéramos esa opción, existiendo hermosas tabletas de chocolate. Ojo del negro. Que nos gustase el más claro y dulce no hablaba bien del nene o la nena. Y así suma y sigue. Con el Donut por ejemplo.-Eso tiene que dar una dentera...-exclamaba la abuela de mi amigo Juan. Así que los comprábamos a escondidas, como si de droga se trataran. Lo cierto es que creaban adicción. Como los regalices. Y todas las gominolas de llamativos colores y formas que comíamos a dos carrillos, haciendo mezclas imposibles de sabores en la boca. Había hasta quien le añadía pica-pica o los saltarines peta-zetas. Cuando Subijana utilizó estos últimos para acompañar a uno de sus postres imaginé que era su particular venganza por tantos años de prohibiciones.
A esta lista negra podríamos añadirle el Flash y el Flag golosina que se derretían antes de que lográramos extraer con la boca, aspirando y chupando, el hielo de su interior. O cierto chicle, Cosmos, cuya gracia era que te dejara la boca negra. Como decía, algunos han sobrevivido. Pero ya no saben igual. Aunque a veces compro alguno y los devoro cual cazador furtivo en el bosque de Sherwood. El que ya no existe es el cigarrillo de chocolate. A quién se lo ocurriría hacer un dulce con esa forma, alentando a los críos a llenarse los pulmones de humo. Yo los comía. Nunca fumé. Quizá porque la mente infantil no es tan simple como alguna gente cree. La próxima semana viajo en avión y en el Duty Free siempre hay Toblerones. Algo me dice que esta vez los voy a mirar de otra manera. De pecador a pecador. Él nos habrá mentido. Pero yo también. Sin ir más lejos, hace quince días. Otro vuelo. Y me tentó. Caí. Por suerte no tengo alergias. O quizá no me pasó nada porque soy de aquella generación en la que comimos de lo prohibido. Y no era fruta precisamente. Pero aquí estamos. Más frescos que un polo de limón.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.