![Los reyes africanos de Bilbao](https://s1.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/2025/01/06/opi-uriarte-kdtH-U230459036790m3-1200x840@El%20Correo.jpg)
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Mi rey era Melchor, pero solo Baltasar me llamaba potxolo. Bueno, a un servidor y a todo hijo de vecino. O hija. Potxola era su otro saludo. Lo sigue siendo. Solo que ahora lo pronuncia Pascual. El hombre que conoció al rey negro. Ese que, ... situado atrás en el imaginario compartido, cabalgaba delante en las mentes infantiles. El favorito. Normal que a su amigo terrenal le queramos tanto. El homenaje del 28 de diciembre en Bilbao fue un ejemplo de lo que supone esa voz que llena los rincones con notas graves y sonrisas alegres. Lo que me lleva a la razón de estas líneas. Somos tierra que siente querencia hacia los monarcas africanos que traen regalos. Les pongo tres ejemplos. Empezamos por el que vino de Guinea Ecuatorial.
Pascual era un niño cuando, según la leyenda, vio pasar a tres hombres montados en camellos. Parecía que siguieran a una estrella jamás vista hasta entonces. Quizá por ello decidió dejar su tierra y seguirlos. De esa forma, sin saber hacía dónde iban, cambió el río Ekuku por una ría apellidada Nervión. Contaba con una voz excepcional y pudo llegar lejos. Pero la vida rara vez es justa y tuvo que convertir las aceras en escenario y el sol y las estrellas en focos. A cambio, toda calle era un patio de butacas. Así se ganó la vida. Hasta que alguien escucho su curiosa relación con los hombres de oriente y acabó de paje real. Durante años escuchó peticiones infantiles. A veces en forma de carta leída y otras de susurro improvisado. Era tan bueno que Baltasar decidió otorgarle otro oficio para los días señalados. Para ello le dejaba su capa y su corona. Un privilegio para Pascual, pero también para nosotros. Jamás hubo mejor rey.
Y tenía que venir precisamente de África. Como el de la segunda historia. La de Antolín Larrinaga. Un bilbaíno que partió hacia otro río, el de La Plata, para hacer las Américas. Todo iba bien y a sus 18 años el mundo le sonreía. Pero una mañana llegó una carta que lo cambiaría todo. Era de su madre. En ella le contaba que su hermano pequeño, Francisco, no podía librarse del servicio militar, pese a ser hijo de viuda por estar él en el extranjero.
Ante la ausencia del primogénito debía ir el pequeño. Entonces Antolín tomó una valiente decisión. Hacer el petate, regresar a casa y presentarse en la mili para librar a su hermano del mal trago. Eso suponía combatir en la guerra. Primero en la de Melilla y luego en la del Rif. El terror era tal que algunos compañeros de Antolín huían del frente escondiéndose en féretros vacíos. Acabadas las batallas, regresó a Bilbao, donde trabajó y vivió hasta su muerte. Francisco, por su parte, se había instalado en Cádiz. Les separaban mil kilómetros. Pero jamás olvidó el generoso gesto de su hermano. Y que, de todos los días del año, Antolín tuvo que regresar un 5 de enero. Como si de un regalo de reyes se tratara. Agradecido de por vida, Francisco llamó a sus hijos Melchor, Gaspar y Baltasar.
Todavía hoy su nieto, Javier Gil Larrinaga, relata emocionado esta historia en la que un hermano cogió el fusil para que no lo hiciera el otro. Y con África de trasfondo. Como en la tercera historia. La de Rosa. Sus padres querían una niña, pero no llegaba. Así que su hermano Manu pidió a los reyes una hermanita. Para asegurarse se lo contó al paje que se situaba junto a El Corte Inglés. Era finales de los 60 y aquel paje era una de las pocas pieles negras que se veían en la villa. Apostaría el roscón de reyes a que era de la familia Jones. Desde luego tenía el hermoso tono de la noche africana. Y está claro que escuchó al niño. Un año después, justo el 5 de enero, llegaba al mundo una niña. La llamaron Rosa. Hemos cambiado de siglo. Pero ella sigue contando que no nació. Que fue un regalo. Y que se lo debe a aquel paje de color africano.
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