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Las nubes oscuras moviéndose entre ocres y rojizos siempre resultan inquietantes. Es como si el cielo regresara para cobrarnos el día. Da miedo y a la vez hipnotiza. Por eso me atrapó el cuadro. Embriagaba la vista. Aunque había algo más. Aquel gigante de cemento ... parecía pedir ayuda. Esa suele ser la sensación que provocan las hermosas pinturas de Jesús Mari Lazkano. El de Bergara tiene un don que va más allá del pincel.
En sus cuadros los objetos, las construcciones y la naturaleza nos hablan. Y eso me sucedió aquel día cuando, navegando por internet, descubrí el Ascensor de Begoña gritándome entre la impasible montaña y el silencio de los hombres. De hecho no se ve a persona alguna. Solo una ladera en la que, arriba a la derecha, aparece un caserío como único testigo. Ese día escribí en este rincón de los lunes sobre el abandono que padecía el icónico ascensor. Y les hablé de los enfrentamientos entre la empresa que lo mal gestionó y los responsables políticos y judiciales que tardaban en actuar. Por eso, al saber que volverá a funcionar, imaginé el cuadro con menos nubarrones.
Falta saber cuándo será. Ya lo sabemos. De manera gratuita y 24 horas al día. Al fin y al cabo, es su razón de ser. Un ascensor se pasa la vida subiendo y bajando personas. Éste se sumará al resto. Recordemos que Bilbao cuenta con 63 ascensiones y elevadores en 61 lugares de la villa. Además, tiene 13 escaleras mecánicas en 3 ubicaciones y 7 rampas mecánicas en dos calles. Son datos oficiales. Cosa que agradecen las piernas con años, achaques o enfermedades, así como las sillas, tanto de niños como de mayores. Solo cuando necesitamos ayuda somos conscientes de su valor.
Aunque el de Begoña va más allá. Es en sí mismo una obra de arte. Rafael Fontán, su creador, ya había dejado la firma en arquitecturas de renombre a lo largo de nuestra capital. Y teníamos ascensores como el de Solokoetxe, obra de Emiliano Amann.
Pero el 31 de julio de 1947 nació un ser que podría formar parte de un paisaje distópico en un mundo lejano, en el tiempo o en el espacio. 50 metros de alto y una pasarela que, cual brazo de gigante, abraza con fuerza la tierra alta. Sobre la altura hay discusión. Una cosa son los 47 metros que hay desde la acera de las Siete Calles a Begoña y otra su longitud total.
Pero ese debate cayó en el olvido cuando el motor se paró y las puertas se cerraron. Allí lo dejamos y allí sigue. Solo, triste y sucio. Con pintadas que parecen cicatrices. Entró en coma el 8 de julio de 2014. Eran las 11 de la noche. Y ya no despertó.
Los turistas y las nuevas generaciones lo miran con sospecha. Como si fuera un vestigio del pasado que se resiste a desaparecer. De alguna manera así ha sido. Porque se empeña en asomar sobre los tejados para desafiar a los mismísimos fuegos artificiales. Como proclamando a los cuatro vientos que lleva largo tiempo esperando justicia. Ya sabemos que la dama de la balanza es caprichosa y lenta. Pero diez años son muchos hasta para un paciente de hormigón. Tanto, que servidor ha escrito durante ese tiempo al menos tres artículos sobre su condena al ostracismo.
El último en agosto de 2022. Fue una petición de vecinos del gigante y de esa parte de la ciudadanía que se resiste a perder los referentes del pasado común. Las mismas que estos días enviaron mensajes sobre su próxima salida del coma. Por fin se atisbaba una luz al final del túnel. Han sido, y están siendo, días dramáticos en el levante peninsular. Y ese drama, como es lógico, lo eclipsa todo. Así debe ser. Pero no quería dejar pasar este lunes sin hablarles de nuestro olvidado ascensor. Porque no deja de ser una metáfora. A veces hasta lo que parece perdido para siempre tiene una segunda oportunidad. Y un día los nubarrones desaparecen para mostrar, de nuevo, la inmensidad del cielo azul.
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