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Cerrado, desaparece. Como una puerta a otra dimensión, creada por Rod Serling, imita a las paredes y se hace invisible. Solo cuando se abre la vemos. Entonces uno entiende el verdadero significado de callejón. No es el de los milagros que nos descubrió Naguib Mahfuz. ... Porque no es El Cairo. Se asemeja más a Mykonos. Porque al entrar descubres un lugar que podría ser de una isla mediterránea en pleno centro de Bilbao. Hace unos días, bajando de la plaza de Zabalburu a la de Indautxu, descubrimos a un grupo de turistas asomándose a él. Nos acercamos y les animamos a entrar. Al fin y al cabo hablamos de una de las visitas más curiosas que ofrece el Botxo. 'El callejón de Zollo'.
Lleva alma de cantón, pero fue calle con aspiraciones a algo más. Nació tras la ampliación de una vía a la que llamaron calle de San Mamés, allá por 1872, coincidiendo con la llegada de Amadeo de Saboya. El callejón, a diferencia de ahora, tenía salida por Iparraguirre. Era una prolongación de dicha vía y permitía acceder a la vecina Egaña, caminando entre edificios. Me lo contaba hace años el maestro K-Toño hijo cuando, hablando de templos gastronómicos del ayer, señaló hacia un lugar que hoy es edificio, para desvelar que allí estaba el Txakolin de Zollo. Un caserío que resistía ante el acoso urbanita y las nuevas construcciones. Había sido fundado por una mujer: Tomasa Asúa y Bilbao. Era un lugar muy concurrido y popular. Tomasa estaba emparentada con la familia del Txakolín de Mallabia, de la Plaza del Árbol, en Ametzola y con los Olaeta, propietarios del pequeño café que hacía chaflán entre Concha y Autonomía. Pero además, era la hermana de Emeterio y Gregorio Asúa, fundadores de la legendaria Panadería Zollo.
Contaba K-Toño que allí existía un coqueto frontón al que se accedía por dicho callejón, que por entonces acogía cuadras donde guardaban los burros para ser alquilados y cargar con lo que fuera. Sobre todo pellejos y garrafas de aceite y vino. Convivían con unas cuantas toneleras que abastecían a la vecina Alhóndiga. Así que siempre fue un lugar de negocios y movimiento. Hasta que cayó en el olvido. No en desuso. Porque siempre hubo gente viviendo o trabajando. Pero ser callejón nunca fue fácil.
Las penumbras atraen demonios. Lo saben los veteranos del lugar que vivieron los años 80 de jeringuillas en el suelo. Por eso lo cierran desde entonces cuando caen las persianas. Y, siendo necesario, es una pena. Bajo los faroles o bañado por la luz que asoma por las ventanas es muy hermoso. Aunque a pleno día, debemos reconocerlo, es cuando parece la tierra de Ulises. Y, de alguna manera, es un viajar sin salir. Recomiendo entrar y dejarse llevar. Dan ganas de comprar mil cuadros para enmarcarlos allí. O tener mente creativa para exponer sueños y obras en él. Y vaciar la casa para poder decorarla de nuevo con lo que nos ofrecen. Hay tantas opciones y negocios como puertas azules. A veces no venden. Son estudios donde el silencio se quedó a vivir.
Hasta las ropas colgadas en su cielo parecen nubes que dejan caer gotas con olor a jabón. Y luego están sus paredes. Blancas como una mañana mirando al sur, salpicadas de carteles y detalles que fuera de allí serían imposibles. La calle es casa y la casa es calle. Recuerdo tener esa misma sensación en la localidad bretona de Concarneau, donde las murallas albergan un pueblo imposible de imaginar. Nuestro lugar es mucho más humilde y pequeño. Pero también resiste invasiones. En su caso, la locura del ladrillo, las prisas y la globalización. A veces el turista lo frecuenta más que el oriundo. Olvidamos que Bilbao es un mapamundi. Si creen que exagero acérquense a él. Está en el 11 de Alameda San Mamés. Les diría que no tiene pérdida. Pero mentiría. Es tan discreto que si pestañean al pasar se lo pueden perder.
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